El mundo Era Tan Reciente
Imagínalo: un mundo donde las palabras aún no han llegado, donde el lenguaje no es más que un murmullo distante. Un mundo tan nuevo que todo lo que existe es un misterio sin nombre. Allí, para hablar de un río, hay que señalar su cauce con el dedo. Para referirse al sol, basta con levantar la vista y entrecerrar los ojos. Nombrar no es una opción, solo queda la señal, el gesto, la mirada.
Pero entonces aparecen las palabras. Y con ellas, la magia. Porque nombrar algo es darle forma, hacerlo existir en la mente más allá de lo tangible. El lenguaje nos dio el poder de definir el mundo, de convertir lo desconocido en comprensible, de atrapar lo efímero en sílabas que pueden sobrevivir al tiempo. Sin palabras, el miedo no tiene nombre, el amor no se pronuncia y la memoria se vuelve frágil.
Gabriel García Márquez nos regala en Cien años de soledad una imagen tan primitiva como poderosa: el mundo en su infancia, desnudo de vocabulario, esperando ser descrito. Y en cierto modo, seguimos en ese estado. A diario encontramos emociones, ideas, sensaciones que aún no sabemos nombrar. Nos pasa cuando sentimos algo nuevo y balbuceamos buscando la palabra exacta. Nos pasa cuando una experiencia nos sacude y descubrimos que el diccionario aún no ha inventado cómo explicarla.
El lenguaje es un milagro, pero también una limitación. Porque al nombrar algo, lo definimos, lo encerramos en una palabra, le ponemos un borde a lo que tal vez debería ser infinito. ¿Y si lo más importante de la vida es precisamente aquello que no podemos señalar con el dedo ni atrapar en un término? Tal vez haya cosas que, como en aquel mundo recién nacido, solo puedan señalarse con la emoción, el silencio o el asombro
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