Cuando la verdad no cabe en el pecho

 

Es fácil mentirse. Tan fácil como respirar. Lo hacemos sin darnos cuenta, a veces por instinto de protección, otras por puro miedo. Nos contamos historias para suavizar los bordes afilados de la realidad, para no enfrentar la dureza de lo que sentimos, de lo que sabemos, de lo que perdimos. Porque cuando la verdad no cabe en el pecho, se desborda en forma de silencio, evasión, o lo que es más común: mentira. Una mentira suave, envolvente, casi piadosa. Pero mentira al fin.

Me mentí muchas veces. Me dije que ya no me importaba, que no dolía, que ya lo había superado. Me repetí que era fuerte, que lo que pasó no fue para tanto, que no tenía derecho a estar triste. Me aferré a esas frases como salvavidas, sin darme cuenta de que me hundían más despacio, pero igual me hundían.

¿Y vos? ¿Te mentiste alguna vez? ¿Te dijiste que estabas bien, cuando adentro todo ardía en silencio?


Clara era de esas personas que siempre sonríen. De las que cuidan a todos, que dicen “estoy bien” con la naturalidad de quien ya no espera que le pregunten dos veces. Nadie lo habría notado, pero llevaba años arrastrando una tristeza que no tenía nombre. Su pareja la había dejado, sí, pero eso ya quedaba lejos. Su madre había muerto, pero hacía años. Su carrera iba bien. Su salud también. Entonces, ¿por qué esa sensación constante de estar vacía?

Porque nunca dijo la verdad. Ni siquiera a sí misma. Porque había aprendido a fingir antes que a sentir. Y mentirse era más fácil que desarmarse.

Una tarde, en medio de una sesión de terapia, se quebró. No por algo nuevo, sino por algo que había estado guardando hacía años. Su terapeuta le dijo: “Tal vez no es que estés rota. Tal vez estás llena de verdades que no te animás a mirar”.

Esa frase le cambió la vida.


Mentirse es una forma de supervivencia. Pero también es una cárcel.

Según un estudio publicado en el Journal of Personality and Social Psychology, las personas que practican la autoveracidad —es decir, la capacidad de reconocerse honestamente a sí mismas— presentan niveles más altos de bienestar emocional y relaciones más profundas. La mentira, incluso la interna, deteriora el vínculo más importante que tenemos: el que mantenemos con nosotros mismos.

A veces no es que no sepamos la verdad. Es que no queremos sentir lo que esa verdad trae. Porque aceptar que te rompieron. Que fallaste. Que perdiste. Que tenías expectativas que no se cumplieron. Todo eso pesa. Y ese peso no cabe en el pecho, así que lo empujamos al fondo. Lo cubrimos con trabajo, con salidas, con risas falsas, con frases hechas como “ya fue” o “todo pasa por algo”.

Pero lo que no se nombra, se enquista.


Una vez escuché decir que “lo que no se dice se actúa”. Y eso me hizo sentido.

Yo misma actué muchas veces lo que no podía decir: en mi ansiedad, en mi irritabilidad, en mis insomnios. Cada mentira que me contaba era un pequeño bloqueo en el flujo natural de mi emocionalidad. Me decía “no pasa nada”, cuando sí pasaba. Me decía “soy fuerte”, cuando lo que necesitaba era abrazarme desde mi vulnerabilidad.

Y hubo un día, uno solo, en el que me cansé de hacerme la fuerte. Me senté frente al espejo, literal, y me dije lo que había evitado por años: “Estoy cansada. Estoy triste. Me duele”. Y lloré. No fue liberador al principio, fue incómodo. Sentí que estaba traicionando la imagen que había construido. Pero luego, después del llanto, apareció algo nuevo: paz. Porque al fin no tenía que sostener más una versión de mí que no era real.


¿Por qué nos mentimos?

Porque la verdad puede doler más que la herida. Porque la aceptación trae consecuencias. Porque cuando decimos “no lo amo más”, hay que irse. Cuando decimos “esto no me hace feliz”, hay que cambiar. Cuando decimos “necesito ayuda”, hay que enfrentar la vulnerabilidad. Y eso, para muchos, es más aterrador que seguir en la negación.

Pero ¿y si empezamos a practicar pequeñas verdades? No todas de golpe. Una por vez.

  • Hoy no tengo ganas de hablar.

  • Sí me dolió lo que dijiste.

  • No estoy bien.

  • Estoy enojado, y no sé por qué.

  • Me siento solo.

Verdades simples. Cotidianas. Pero reales. Porque a fuerza de pequeñas verdades, dejamos de mentirnos. Dejamos de vivir desde el disfraz.


Consejos para dejar de mentirte sin que duela tanto:

  1. Diario brutalmente honesto: Cada noche, escribí una frase que sea verdad. No importa si es incómoda, vergonzosa o contradictoria. Mientras sea tuya, te va a ayudar a conocerte.

  2. Detectá tus frases automáticas: Cada vez que digas “estoy bien”, preguntate: ¿lo estoy realmente? Si no, ¿qué estaría más cerca de la verdad?

  3. Hablá con alguien que no te juzgue: La verdad duele menos cuando se dice en voz alta y hay un otro que te escucha sin querer arreglarte.

  4. Aceptá que no siempre vas a poder con todo: Porque a veces la valentía es simplemente no mentirse.


Preguntas para vos:

  • ¿Qué verdad estás evitando mirar?

  • ¿Qué historia te contás para no sentir?

  • ¿Qué pasaría si dejaras de mentirte por un día?


Reflexión final

Es fácil mentirse cuando la verdad no cabe en el pecho. Pero cada mentira es un ladrillo más en el muro que nos separa de nosotros mismos. Y vivir desde la distancia interna es la forma más triste de existir.

Tal vez no podamos cambiar lo que pasó. Ni lo que duele. Pero sí podemos elegir la honestidad como camino. No una honestidad cruel, sino una que se diga con ternura. Que abrace lo roto. Que permita sentir sin vergüenza.

Porque la verdad, por dura que sea, tiene algo que la mentira jamás va a tener: libertad.

Y uno no sana cuando todo está bien. Uno sana cuando se atreve a ver la verdad… y decide amarse igual.

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