El eco de lo no dicho
Hay palabras que decimos casi sin pensar. Conversaciones que llenan el aire como música de fondo, frases que aprendimos a soltar en automático para cumplir con la cortesía o disfrazar el silencio. Y luego están las otras. Las que se quedan atoradas en la garganta. Las que no encuentran salida. Las que pesan. Porque aunque a veces hablemos mucho, somos más lo que callamos que lo que decimos.
Y no es porque seamos cobardes. No siempre, al menos. A veces callamos por amor, por miedo, por orgullo, por supervivencia. Callamos porque no sabemos cómo decirlo sin romper algo, o porque tememos no ser escuchados, o porque sentimos que no vale la pena. Pero esas palabras se quedan ahí. Se almacenan como cajas en un desván que nunca abrimos, pero que con el tiempo comienza a inclinar el techo de nuestra vida.
La primera vez que aprendí a callar tenía siete años.
Mi madre lloraba en la cocina. No gritaba, no se quejaba. Solo tenía los ojos húmedos mientras lavaba los platos. Yo me quedé en la puerta, queriendo preguntar qué pasaba. Pero no lo hice. Algo en el ambiente me dijo que no debía. Que si hablaba, rompería el equilibrio precario que se había formado en la casa. Así que me tragué la pregunta y, con ella, aprendí que a veces el silencio era más seguro que la verdad.
Desde entonces, callé muchas veces.
Callé cuando me dolió una amistad rota.
Y lo curioso es que, con cada silencio, parecía convertirme en alguien más fuerte. Más “tranquilo”, más “maduro”, más “resiliente”. Hasta que me di cuenta de que no era fortaleza. Era represión. Era una acumulación de palabras no dichas que empezaban a tener peso físico. Dolor de espalda, insomnio, ansiedad. El cuerpo tiene formas extrañas de decir lo que la boca se niega.
¿Por qué callamos?
Porque hablar implica exponerse. Y vivimos en una cultura donde mostrar vulnerabilidad a veces se interpreta como debilidad. Nos enseñaron a ser duros, a no llorar, a no quejarnos, a mantener la compostura. Pero nadie nos dijo cómo sobrevivir a todo lo que guardamos en nombre de esa compostura.
En una entrevista, la escritora Susan Sontag dijo: “Lo que no se dice se convierte en síntoma.” Y es cierto. Lo que se calla busca otra vía de salida. A veces se convierte en tristeza. A veces en distancia. A veces en rabia. Pero nunca se evapora.
Según un estudio de la Universidad de California, las personas que reprimen sistemáticamente sus emociones tienden a tener mayores niveles de estrés y menor bienestar general. No expresar lo que sentimos no solo nos desconecta de los demás, sino también de nosotros mismos.
Lo que no decimos también construye nuestra identidad
¿Alguna vez sentiste que nadie te conoce realmente? Que hay partes de vos que permanecen ocultas, incluso para las personas más cercanas. Muchas veces esa sensación de soledad profunda no viene de estar físicamente solos, sino de haber construido relaciones sobre lo que mostramos… en vez de sobre lo que somos.
Y lo que somos, en buena medida, se esconde en lo que callamos.
Callamos nuestras inseguridades.
Y así, creamos un yo visible —más aceptable, más “correcto”— y dejamos al yo real encerrado, esperando el momento adecuado para mostrarse… que a veces nunca llega.
Una historia: Andrés y la carta que nunca envió
Andrés tenía 52 años y un hijo de 21 que se estaba por ir del país. Habían tenido una relación correcta, cordial. Pero no cercana. Nunca hablaron de emociones. Nunca se dijeron “te quiero” fuera de un cumpleaños o un mensaje obligado. El día antes de que su hijo se fuera, Andrés escribió una carta. En ella decía todo lo que nunca había podido: lo orgulloso que estaba, el miedo que le daba que se fuera, lo mucho que lo amaba desde el primer día.
Pero la carta quedó en el cajón.
Cuando el avión despegó, Andrés sintió un vacío tan profundo como si hubiera perdido a alguien. No por la distancia… sino porque había perdido la oportunidad de decir lo que realmente importaba.
A veces, el silencio más doloroso es el que nos impusimos a nosotros mismos.
Preguntas para vos
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¿Qué estás callando por miedo a no ser entendido?
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¿Hay algo que necesitás decir y seguís postergando?
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¿Qué cambiaría si dijeras lo que de verdad sentís?
¿Cómo podemos empezar a hablar?
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Escribir sin filtro: A veces, antes de hablar con alguien más, necesitamos escucharnos a nosotros mismos. Escribir lo que sentimos, sin intención de compartirlo, puede ser el primer paso.
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Nombrar el miedo: Decir “tengo miedo de que esto nos aleje” o “me cuesta hablar de esto” ya es empezar a hablar.
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Buscar contextos seguros: No todas las personas están listas para escuchar todo. Elegí bien tus espacios y tus interlocutores.
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Empezar con lo pequeño: No hace falta revelar todo de golpe. A veces, una frase sincera abre puertas que llevaban años cerradas.
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Practicar el coraje emocional: Hablar no siempre es fácil, pero la incomodidad es el precio de la autenticidad.
Reflexión final
Somos más lo que callamos que lo que decimos. No porque lo dicho no importe, sino porque lo callado sigue latiendo en la sombra. Habita nuestros gestos, nuestros silencios largos, nuestras distancias injustificadas. Somos lo que no pudimos decirle a nuestros padres, lo que no nos atrevimos a confesarle a un amor, lo que jamás compartimos con un amigo. Pero también podemos empezar a ser lo que decidimos empezar a expresar.
Hablar es un acto de valentía. No siempre será cómodo, pero casi siempre será liberador. Porque, al final, nadie puede abrazar aquello que no mostramos. Y tal vez, solo tal vez, cuando nos atrevamos a decir lo que nunca dijimos, descubramos que no estamos tan solos como pensábamos.
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