El eco de lo que no pudimos sostener


A veces creemos que las despedidas se dan porque uno quiere irse. Como si la distancia siempre fuera fruto de una decisión firme, de un impulso claro. Pero no siempre es así. Muchas veces uno no elige de quién se aleja, sino de qué no puede quedarse. Y ese matiz, esa diferencia sutil, encierra un mundo entero de dolor, culpa, comprensión y redención.


Elena tenía 34 años cuando se fue. Vivía con Tomás desde hacía seis. Tenían una vida estable, una casa alquilada en el centro, un gato rescatado, y una rutina amable. No había gritos, ni traiciones, ni grandes dramas. Pero algo le pesaba. Un silencio entre ambos crecía cada vez que se sentaban a cenar. Una soledad compartida que dolía más que estar sola. Una incomodidad que no se podía explicar con palabras.

Durante meses se dijo que era una etapa. Que todas las parejas pasan por momentos así. Que era ella, que era él, que era el trabajo, el estrés, la vida. Intentó quedarse. Hizo listas mentales de lo bueno. Recordó las veces que él la cuidó cuando enfermó, los abrazos en invierno, las risas compartidas.

Pero también recordó que ya no se tocaban. Que ya no hablaban más allá de lo funcional. Que cuando pensaba en el futuro, no lo veía ahí.

Entonces se fue.

Y aunque la que cerró la puerta fue ella, no sintió que fuera una elección. No fue que quiso alejarse de Tomás. Fue que no pudo quedarse en esa tibieza donde la vida se le apagaba de a poco. Porque el amor, cuando se adormece demasiado, empieza a doler como una verdad que uno se niega a mirar.


A veces no nos alejamos por falta de amor, sino por exceso de verdad.

Y esa verdad puede ser que ya no somos los mismos. Que el vínculo que nos unía ya no crece. Que hemos dejado de encontrarnos. O incluso, que seguir ahí sería traicionarnos.

Es fácil juzgar desde afuera. Decir “¿por qué se fue si lo quería?”, “¿cómo va a dejar a su familia?”, “¿no podía intentar un poco más?”. Pero nadie ve el desgaste lento, los pensamientos que se repiten por meses, las noches en que uno se duerme con el pecho apretado, deseando que algo —cualquier cosa— cambie.

¿Y vos? ¿Te alejaste alguna vez sin querer hacerlo del todo? ¿Sentiste esa ruptura que no es con el otro, sino con lo que no pudiste sostener?


En 2016, un estudio publicado por la Universidad de California exploró los motivos detrás de las rupturas de pareja en relaciones de largo plazo. Sorprendentemente, no fueron las infidelidades o las peleas las causas más citadas, sino la desconexión emocional progresiva y el sentimiento de estancamiento personal. En otras palabras: no fue por dejar de amar, sino por dejar de sentirse vivo.

Esto aplica también a amistades, a trabajos, incluso a ciudades. A veces no elegimos irnos por no querer a alguien o algo. Nos vamos porque ya no cabemos ahí. Porque quedarnos nos costaría la alegría. Porque en ese lugar —sea un empleo, una relación o una vida— dejamos de reconocernos.


Te quiero contar otra historia. Esta vez es sobre Martín. Ingeniero, 42 años. Trabajaba en una empresa importante desde hacía más de una década. Buen sueldo, buena posición. Sus padres estaban orgullosos. Sus colegas lo respetaban.

Pero todos los días, al despertarse, sentía un nudo en el estómago. No era miedo, ni ansiedad. Era vacío. Como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no se animaba a aceptar.

Lo intentó todo: cambiar de departamento, tomarse vacaciones, hacer yoga. Nada cambió. Hasta que un día, sin más, renunció. No tenía otro trabajo. No tenía un plan B. Solo sabía que no podía quedarse.

“¿Estás loco?”, le dijeron.
“¿Y ahora qué vas a hacer?”
“Con lo bien que estabas…”

Pero nadie había estado en su piel. Nadie sentía lo que él sentía cada mañana. Y entonces lo entendió: no se fue por capricho. No se fue por odiar su trabajo. Se fue porque no podía seguir fingiendo que esa vida le servía.


¿Qué pasa cuando nos quedamos donde ya no pertenecemos?

Pasa que el cuerpo habla. Se enferma. Se apaga. La creatividad desaparece. La vitalidad se esconde. Y lo peor: empezamos a desconfiar de nosotros mismos. A preguntarnos por qué no estamos conformes. A culparnos por no ser “suficientes”.

Por eso, a veces, irse es una forma de volver a uno.

Pero también hay duelo. Porque alejarse, aunque sea lo correcto, duele. Porque hay vínculos que nos forman. Lugares que fueron hogar. Rutinas que sabíamos de memoria. Personas que nos amaron, aunque ya no puedan acompañarnos.

Y hay que saber llorarlos.


¿Cómo saber si es momento de irse, o de intentar una vez más?

No hay fórmula mágica. Pero hay preguntas honestas:

  • ¿Estoy dejando de ser quien soy para quedarme?

  • ¿Hay espacio para crecer aquí?

  • ¿Esta relación / trabajo / ciudad me sostiene o me agota?

  • ¿Estoy huyendo del conflicto o yendo hacia una versión más plena de mí?

A veces necesitamos ayuda externa para ver claro. Terapia, amigos sabios, silencio. Porque la claridad no siempre llega de golpe, pero sí llega si nos damos el permiso de escuchar.


Si estás pensando en irte, pero no sabés si hacerlo:

  1. Escribí una carta sin filtros. No la envíes. Solo escribí como si no tuvieras que justificar nada. ¿Qué diría tu voz más honesta?

  2. Hacé un “mapa de vida”. Dibujá tu situación actual. ¿Cómo te sentís ahí? Luego dibujá cómo te gustaría estar. ¿Ese lugar, persona o proyecto actual puede llevarte ahí?

  3. Permitite imaginar otro camino. A veces no nos alejamos porque no nos animamos a imaginar que hay otra vida posible.

  4. Aceptá que el amor no siempre basta. Y que cuidarse también es una forma de amar. A veces, la única posible.


Reflexión final

Uno no elige de quién se aleja. No del todo. Porque cuando uno se va, también se queda un rato largo en lo que fue. Porque el amor no se apaga con la decisión. Porque la memoria no se borra con la distancia.

Pero sí elegimos qué tipo de vida queremos construir. Y si quedarse significa romperse de a poco, entonces irse es un acto de honestidad. Y de coraje.

Tal vez algún día miremos atrás con ternura. No por no habernos quedado, sino por haber tenido el valor de no mentirnos. Y al final, eso es lo que más duele… pero también lo que más sana.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido