Hay heridas que no sangran, pero se sienten más vivas que el propio cuerpo


Hay dolores que no dejan marcas visibles, pero que arden en silencio, día tras día. Heridas que nadie ve, pero que viven con nosotros, dentro de nosotros. No sangran, no se inflaman, no se enyesan. Pero ahí están: latiendo con cada pensamiento, con cada recuerdo que no se disuelve, con cada palabra no dicha.

El dolor emocional o psicológico, por su invisibilidad, suele ser el más incomprendido. Nos enseñan desde pequeños a limpiar una rodilla raspada, pero pocas veces se nos enseña qué hacer con el abandono, el rechazo, el fracaso o el duelo. Y entonces vamos acumulando esos pequeños cortes del alma, creyendo que si no se ven, no importan. Pero importan. Vaya si importan.

Una historia entre líneas

Lucía tenía treinta y seis años cuando se dio cuenta de que nunca había hablado en voz alta del abandono de su madre. Lo supo cuando su terapeuta le pidió que recordara una vez en la que se sintiera “completamente sola”. No respondió. Solo lloró. No fue una lágrima escandalosa, ni un grito. Fue ese llanto mudo que sale de las heridas antiguas. Las que no sanaron, solo fueron silenciadas.

Esa herida no sangraba, pero había moldeado su forma de amar, de relacionarse, de confiar. Había estado presente en cada vínculo, como una sombra callada. Como un animal que se agazapa en el pecho.

Lo que dicen los estudios

Según la Asociación Americana de Psicología (APA), el dolor emocional activa las mismas regiones del cerebro que el dolor físico. Específicamente, la corteza cingulada anterior y la ínsula anterior. Esto quiere decir que cuando alguien nos rompe el corazón, el cerebro lo procesa de manera similar a una fractura. La diferencia es que a la fractura la cuidamos, le damos tiempo, reposo y atención. A las otras, muchas veces, solo les damos silencio.

Preguntas para el lector

  • ¿Qué heridas llevas dentro que nunca has reconocido como tales?

  • ¿Hay un dolor que estás intentando esconder bajo la rutina o el orgullo?

  • ¿Y si ese silencio no fuera señal de fortaleza, sino de un dolor que necesita ser escuchado?

Acciones para comenzar a sanar

  1. Nombrar el dolor: Escribir lo que duele tiene un poder transformador. Darle nombre a lo que sentimos es el primer paso para liberar su poder sobre nosotros.

  2. Hablarlo con alguien: No todo necesita una solución inmediata, pero compartir lo que sentimos nos recuerda que no estamos solos en nuestra oscuridad.

  3. Permitirnos sentir: A veces, lo más valiente no es seguir adelante, sino detenernos a sentir. Llorar. Gritar. Respirar hondo y aceptar que hay heridas que aún duelen.

  4. Terapia emocional o escritura terapéutica: Buscar ayuda profesional o practicar la escritura como método de catarsis puede ayudar a procesar emociones profundamente arraigadas.

Reflexión final

Hay heridas que no se ven, pero nos habitan. Que no sangran, pero nos definen. Y aunque no lleven vendajes, necesitan ser atendidas. No se trata de dramatizar la vida, sino de entender que el alma también necesita cuidados. Porque si no sanamos lo invisible, lo repetimos. Lo proyectamos. Y lo perpetuamos.

Las heridas que no sangran merecen el mismo respeto que las que sí. Tal vez más. Porque sobreviven al olvido, al maquillaje emocional, a las sonrisas fingidas. Se sienten vivas. Pero también pueden transformarse. Pueden dejar de doler tanto. Pueden, con tiempo, amor y conciencia, cicatrizar.

Y cuando lo hagan, seremos nosotros los que habremos renacido con ellas.

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