Hay preguntas que se quedan esperando toda la vida una respuesta


Algunas preguntas no nacen para ser respondidas. Nacen para acompañarnos. Se deslizan entre los pensamientos justo antes de dormir, aparecen al mirar una foto vieja o cuando el silencio se vuelve demasiado largo. No siempre gritan. A veces solo susurran, con la misma intensidad con la que una herida vieja recuerda que sigue ahí, incluso cuando ya no sangra.

La vida, con toda su inmensidad, se va llenando de esas preguntas no resueltas. ¿Por qué se fue? ¿Qué habría pasado si…? ¿Por qué yo? ¿Por qué no funcionó? ¿Por qué no volví? ¿Por qué no me quedé? Son preguntas que a veces ni siquiera se formulan en voz alta, porque el solo hecho de nombrarlas duele. Porque quien las escucha teme responderse.


La pregunta que quedó sin final

Lucía siempre recordaba ese día de enero. El cielo estaba limpio, el calor caía a plomo sobre el asfalto, y él —Matías— cerró la puerta sin decir mucho. “Vuelvo en un rato”, fue todo lo que dijo. Nunca volvió.

No hubo explicación. Ni carta. Ni mensaje. Nada. Los días se fueron volviendo semanas. Después meses. Y luego años. Nadie supo decirle por qué. Nadie supo encontrarlo. La pregunta quedó ahí, instalada como una grieta silenciosa en el centro de su pecho: ¿Por qué se fue?

Vivió muchas otras cosas. Se enamoró otra vez. Se casó. Tuvo hijos. Pero esa pregunta seguía latiendo en las sombras, como un animal que respira cuando cree que nadie lo ve. Nunca encontró la respuesta, pero aprendió a hacerle espacio. La acomodó en una estantería interna, donde guardamos las cosas que ya no duelen igual… pero tampoco se olvidan.


Preguntas como cicatrices

Todos tenemos alguna. Esa pregunta que vuelve cuando estamos solos. Que despierta justo cuando todo está en silencio. Tal vez es una decisión no tomada. Tal vez es una palabra no dicha. Un amor que se fue antes de tiempo. Una familia que nunca se entendió. Una oportunidad perdida. Una traición que no se vio venir.

Y ahí están: latentes, incompletas, inacabadas.

La mente humana detesta lo inconcluso. Por eso creamos teorías. Por eso inventamos excusas. Por eso reescribimos mentalmente lo que pasó una y otra vez. Porque buscamos lógica, queremos encajar las piezas, encontrar un sentido. Pero hay cosas que simplemente no lo tienen. Y cuando eso ocurre, queda la pregunta flotando, como un globo al que se le cortó el hilo.


Estudios sobre el duelo y lo inconcluso

Según un estudio publicado en la revista Death Studies, las personas que enfrentan pérdidas o rupturas sin cierre claro —como una desaparición, un abandono repentino o una ruptura sin explicación— presentan mayores niveles de ansiedad prolongada y dificultades para procesar el duelo. El cerebro queda “atrapado” en un ciclo de búsqueda de significado que nunca llega.

Los psicólogos llaman a esto "duelo ambivalente" o "pérdida ambigua". Y es uno de los tipos de dolor emocional más difíciles de abordar. Porque no hay cuerpo que enterrar. No hay conversación que cierre. No hay final concreto. Solo un eco que repite: “¿por qué?”


¿Y si la respuesta no importa tanto?

Con el tiempo, uno aprende que tal vez la respuesta no sea lo esencial. Que no es necesario entender el porqué para poder seguir. Que hay preguntas que no necesitan ser resueltas, sino simplemente aceptadas como parte del camino.

Preguntarse eternamente “¿qué habría pasado si…?” puede convertirse en un ancla que no permite avanzar. En cambio, reconocer que no todas las historias tienen un cierre perfecto nos da libertad. Nos vuelve más reales. Más humanos.


¿Y vos? ¿Qué pregunta te acompaña?

Tal vez ya sabes cuál es. Esa que no mencionas cuando alguien te dice “contadme de vos”. Esa que aparece cuando miras al espejo, o cuando volvéis a ese lugar que ya no existe.

  • ¿Qué te dirías si tuvieras la oportunidad de volver a ese momento?

  • ¿Qué parte de vos está esperando una respuesta que tal vez nunca llegue?

  • ¿Y si esa respuesta no definiera tu presente?


Acciones para convivir con la pregunta

  1. Escribí la pregunta: Ponerla por escrito te permite verla desde afuera. A veces eso basta para que deje de doler tanto.

  2. Dale voz: Escribí una carta. A la persona, a vos mismo, al pasado. No tiene que ser enviada. Pero al escribir, se libera.

  3. Convertí la pregunta en algo creativo: Píntala, dibújala, hace una canción, una poesía. Canalizar el misterio en arte transforma la herida.

  4. Cerrá vos la historia: Si la otra parte no puede o no quiere responder, construí tu propia versión. No para mentirte, sino para darte paz.


Una metáfora para el alma

Imaginá una casa vieja, llena de habitaciones cerradas. Una de ellas guarda esa pregunta tuya. No la podes tirar, ni ignorar. Pero sí podes abrir la ventana de esa habitación. Limpiarla. Ponerle luz. Dejar que esté ahí, como parte de la casa que habitas.

No se trata de borrar. Se trata de convivir con lo que no se puede responder.


Reflexión final

Hay preguntas que se quedan esperando toda la vida una respuesta. Y eso no es un fracaso. Es una forma más de vivir. De madurar. De crecer con las grietas, no a pesar de ellas.

La verdadera libertad emocional no siempre está en encontrar respuestas, sino en hacer las paces con las preguntas. En vivir sin que la ausencia de certezas nos paralice.

Porque incluso en el silencio de lo no dicho, de lo que nunca llegó a explicarse, podemos encontrar una forma de seguir. Una forma de vivir con lo incompleto. Una forma de amar, incluso, lo que no entendimos.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido