La forma de lo que ya no está
Porque sí, hay momentos en que uno se reconoce por lo que ha perdido.
Y esa frase, lejos de sonar triste, puede ser el comienzo de una comprensión profunda. Un redescubrimiento. Una verdad que, aunque arda, ilumina.
El año que murió mi padre no fue el más doloroso de mi vida. Fue el más silencioso. Lo extraño no fue su ausencia física —porque el cuerpo, con el tiempo, se acostumbra— sino todas las partes de mí que se apagaron con él. Ya no tenía a quién contarle mis pequeñas victorias. Nadie con quien discutir sin miedo. Nadie que me llamara por ese apodo ridículo que sólo él usaba. Sentí que, con su partida, me fui también yo.
Pero con el pasar de los meses, entendí que no me había ido. Me había transformado. Me había convertido en una persona que llevaba esa pérdida como una nueva dimensión de sí. Ya no era solo hija, era también “la hija sin padre”. Y aunque al principio dolía, luego se volvió parte de mi fuerza. De mi historia. De mi nombre.
¿Te ha pasado alguna vez?
¿Sentir que solo después de perder algo —una persona, un lugar, una etapa— fuiste capaz de verte con claridad?
La pérdida, aunque devastadora, tiene una cualidad brutalmente honesta. Nos muestra quiénes somos cuando ya no hay distracciones. Cuando la rutina desaparece. Cuando la certeza se rompe. Entonces aparece lo real: nuestras emociones sin filtros, nuestras prioridades desnudas, nuestras verdades sin disfraz.
En un mundo obsesionado con sumar —logros, posesiones, seguidores, títulos— es paradójico pensar que también somos lo que hemos perdido. Pero lo somos.
Y en esa pérdida, muchas veces, nos encontramos.
Los psicólogos que estudian el duelo hablan de la “redefinición del yo”. Dicen que las personas que atraviesan pérdidas significativas no solo sufren por lo que se va, sino porque tienen que reconstruir su identidad. Una mujer que enviuda no solo pierde a su pareja, sino que también pierde el rol de “esposa”. Un padre que pierde un hijo tiene que aprender a vivir con un título que no sabe cómo sostener. Un inmigrante que deja su país también deja atrás una parte de su lenguaje emocional.
El duelo, entonces, no es solo tristeza. Es reconfiguración.
La historia de Ana
Ana tenía 36 años cuando su empresa cerró. Había trabajado allí desde los 22. Era su rutina, su lugar seguro, su identidad. Todos la conocían como “la jefa de proyectos”, “la que siempre resolvía todo”. Pero de un día para otro, fue solo Ana. Sin cargo. Sin oficina. Sin correos que responder.
Al principio sintió que flotaba en el vacío. Se sentía irreconocible. Pero en ese tiempo de incertidumbre, redescubrió su pasión por la cerámica, algo que había dejado en la universidad por “falta de tiempo”. Abrió un taller, enseñó a niños, encontró un nuevo ritmo. No fue inmediato. No fue sin dolor. Pero Ana hoy dice que, si bien perdió mucho, también se encontró en lo que creyó que solo era ruina.
Y vos, ¿qué has perdido?
¿Podés mirarte sin eso y aún reconocerte?
Tal vez no. Tal vez aún estás aprendiendo. Tal vez aún duele. Pero lo que perdemos también nos moldea. Nos obliga a elegir. A dejar de ser por inercia y empezar a ser por conciencia. Es en la pérdida donde muchas veces encontramos lo más esencial de nosotros.
Acciones para navegar el proceso:
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Nombrá tu pérdida. Parece obvio, pero no siempre lo hacemos. Escribí: “Perdí esto y me dolió por esto.” Nombrar da poder. Te posiciona frente a lo que te pasó.
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Reconocé lo que cambió en vos. ¿Qué aprendiste desde que eso ya no está? ¿Qué nuevas fortalezas aparecieron? ¿Qué parte de vos se hizo más clara?
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No corras a llenar el vacío. A veces queremos tapar el hueco rápidamente. Pero algunos vacíos necesitan ser habitados antes de poder ser transformados.
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Compartí tu historia. Hablar de lo que perdiste —con alguien de confianza, en un grupo, o escribiendo— ayuda a procesar, y a veces, a inspirar a otros.
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Encontrá significado. No todo dolor tiene sentido, pero sí podemos elegir qué hacer con él. ¿Podés convertir esa ausencia en un impulso? ¿Podés crear algo nuevo desde ahí?
Tal vez la pérdida no sea el final de nada, sino una puerta hacia lo que somos más allá del decorado. Nos quitamos capas, roles, certezas… y ahí, desnudos frente al espejo de lo que se fue, aparece lo auténtico.
Y ese punto, por doloroso que sea, siempre es un lugar sagrado.
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