La gente desaparece, pero sus gestos se quedan flotando en los objetos
Y hay días, especialmente en medio del silencio, donde esos gestos vuelven a nosotros como fantasmas dulces. No para asustar. Sino para recordarnos que lo vivido no se va del todo.
Un cajón lleno de presencias
Clara abrió la alacena después de meses. Buscaba una vieja receta que su madre había escrito a mano, con esa caligrafía torcida pero clara, que siempre usaba tinta azul y decía que el "olor de la comida comienza en el papel".
El papel estaba allí. Pero no fue solo eso lo que encontró. También estaban los moldes de budín que su madre usaba los domingos. Un repasador bordado con sus iniciales. Una cuchara de madera gastada en el centro, como si mil guisos hubieran girado en su interior.
Clara se quedó quieta. No lloró, al menos no todavía. Pero el aire se espesó. Era como si su madre —fallecida hacía tres años— hubiese estado ahí un rato antes. No en cuerpo, pero sí en cada objeto. En el gesto de doblar un paño, de guardar una nota, de cerrar un frasco.
Fue entonces cuando entendió: su madre no se había ido del todo. Seguía flotando en los detalles, en las pequeñas cosas. En esos gestos simples que ahora, de forma involuntaria, también ella repetía.
Lo invisible que permanece
Cuando alguien se va —sea por muerte, distancia o decisiones— nos queda su estela. Pero no siempre en las grandes memorias. A veces, lo que más nos golpea son las pequeñas marcas cotidianas.
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La forma en que dejaban las llaves sobre la mesa.
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Ese sonido que hacían al cerrar la puerta.
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La taza que siempre usaban.
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El perfume que dejó su rastro en una bufanda.
Estos gestos no desaparecen rápido. Se quedan. No porque los objetos tengan alma, sino porque nosotros les dimos vida con nuestras emociones.
Y entonces, un día cualquiera, uno agarra una lapicera, la misma que él usaba, y siente un nudo en el pecho. Porque el gesto está, pero el dueño del gesto ya no.
El respaldo emocional de los objetos
Estudios en psicología ambiental y neurociencia han confirmado que los objetos tienen un fuerte poder evocador. En un artículo publicado por The Journal of Affective Disorders, se señala que los estímulos sensoriales ligados a recuerdos emocionales activan áreas cerebrales como el hipocampo y la amígdala, que procesan la memoria y el afecto.
Esto explica por qué una prenda vieja o una taza rota pueden ser tan difíciles de tirar. No son solo cosas. Son extensiones emocionales. Son restos de gestos. Son memoria táctil.
Preguntas para el lector
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¿Hay algún objeto que aún guardás solo por lo que te recuerda?
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¿Qué gesto de alguien querido descubrís hoy, sin querer, repitiendo vos?
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¿Cuántas veces te hablaste con alguien ausente simplemente al mirar algo suyo?
Una historia en una silla
Tomás nunca pudo vender la casa de su abuelo. No por cuestiones legales, sino por algo más profundo. Cada vez que entraba, sentía el peso del tiempo encima. Pero también algo cálido. Como si su abuelo aún estuviera en ese sillón frente a la estufa, con la radio prendida.
El sillón estaba viejo, con el cuero agrietado. Y sin embargo, cada vez que Tomás se sentaba ahí, se sorprendía copiando la misma postura que su abuelo tenía: pierna cruzada, mano en la mejilla, suspiro largo.
Una tarde, luego de un día difícil, se sentó como siempre en esa silla. Se sirvió un whisky, como él lo hacía. Y sin darse cuenta, dijo en voz baja: “Todo pasa, nene”. La misma frase que su abuelo decía cada vez que algo salía mal.
Y se dio cuenta: no solo conservaba el sillón. Conservaba también el gesto. La manera. La presencia sin cuerpo.
Consejos para abrazar esas memorias
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No le tengas miedo a los objetos con historiaNo los evites. A veces tocar, oler o usar algo que fue de alguien querido puede ayudarte a transitar el duelo, o incluso a sonreír en medio del vacío.
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Narrá los objetosContale a alguien qué significa esa taza, esa bufanda, ese reloj. Darle palabras al recuerdo lo vuelve más habitable.
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Elegí conscientemente qué conservarNo todo tiene que guardarse, pero algunas cosas merecen un altar emocional. Un rincón. Un cajón. Un lugar donde siga flotando el gesto.
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Repetí el gesto como homenaje, no como reemplazoImitar esa costumbre, ese tono de voz, ese ritual… puede ser una forma de seguir amando. No para anclarte al pasado, sino para sentir que lo vivido no se borra.
Reflexión final
La gente desaparece, sí. A veces sin despedirse. A veces de golpe. A veces de a poco. Pero sus gestos —ese modo irrepetible de estar en el mundo— se queda pegado a los objetos, a los espacios, a nuestras manos que ahora hacen lo que ellos hacían.
Y en eso, en ese acto silencioso de sostener una taza, cerrar una ventana, poner una canción, vuelven a nosotros. Como una forma sutil de amor que no se va, aunque ya no pueda abrazarnos.
Entonces, la próxima vez que veas ese abrigo en el perchero, o esa lapicera sin tinta, o ese libro con su firma… no digas que ya no están. Porque si el gesto sigue vivo, esa persona también, de alguna manera, sigue estando.
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