La libertad como distancia: cuando soltar también es irse


Nunca sabremos en qué momento exacto alguien se va. No me refiero a la despedida visible, al portazo, al “cuídate mucho”, al silencio incómodo antes de colgar el teléfono. Me refiero al instante anterior, invisible, en el que una presencia se vuelve ausencia. A ese punto preciso donde alguien deja de imaginarse con vos y empieza a pensarse solo. A veces se quedan físicamente, pero por dentro ya han hecho las maletas.

Así fue con Lucía.

Ella decía que amaba la libertad. La suya, la mía, la de todos. Hablaba con un brillo especial cuando mencionaba la idea de no pertenecerle a nadie. “Nadie debe ser jaula de nadie”, repetía, como si fuera un mantra. Al principio, eso me fascinó. Su independencia era como un fuego: hipnótico, salvaje, incontrolable. Pero el fuego también quema si uno se queda muy cerca por mucho tiempo.

Lucía nunca quiso promesas, ni planes, ni etiquetas. Decía que el amor no necesitaba de moldes, que los vínculos debían fluir, como el agua. Y yo, que venía de un mundo de estructuras y certezas, quise aprender ese idioma líquido, quise ser río para ella. Dejé de preguntar qué éramos, dejé de planear fines de semana, dejé de esperar mensajes al amanecer. Me convencí de que eso era madurez emocional. Que así se amaba con libertad.

Pero la verdad es que había otra cara, menos romántica, de esa misma libertad. Una que dolía.

Porque el problema no era su necesidad de espacio. Era que su libertad muchas veces era una forma elegante de irse. Se iba de las conversaciones cuando se ponían incómodas. Se iba de los abrazos cuando duraban más de la cuenta. Se iba, sobre todo, de cualquier lugar donde se la necesitara más allá de lo casual.

Y eso me dejó con una pregunta que me sigue persiguiendo:
¿Puede alguien abandonarte… sin irse del todo?


Vivimos en una era que glorifica la libertad. Nos dicen que ser libre es el objetivo final, que la autonomía es el camino hacia la felicidad. Y sí, claro que es vital poder elegir, movernos, construir nuestra identidad fuera de moldes impuestos. Pero, ¿qué pasa cuando usamos esa libertad como excusa para no comprometernos? ¿Qué pasa cuando nos escondemos detrás de ella para evitar la intimidad, la entrega, la responsabilidad emocional?

Según un estudio de Harvard Business Review, una de las causas más comunes del miedo al compromiso en relaciones modernas es la confusión entre “libertad” y “evasión”. Muchas personas, explica el informe, asocian el vínculo profundo con pérdida de individualidad, cuando en realidad una relación sana debería amplificar, no anular, la identidad propia.


Lucía no era mala persona. Era, quizás, una persona demasiado consciente de sí misma. Había crecido en una familia donde el amor siempre había sido condicional, y cualquier lazo se sentía como amenaza. Así que construyó un escudo: su independencia. Y no la culpo por ello. Todos aprendemos a protegernos con las herramientas que tenemos.

Pero estar con alguien así es como sostener el humo. Por más que abras las manos con cuidado, se te escapa entre los dedos.

Una noche, después de semanas sin verla, volvió. Sin avisar. Con su sonrisa intacta, su pelo revuelto, sus palabras dulces y libres. Cenamos juntos. Reímos. Hicimos el amor. Y cuando el sol se asomaba por la ventana, me dijo con la voz baja:
“Yo te quiero, pero no puedo estar atada a nadie.”

No dije nada. Porque en ese momento entendí que no estaba hablando de libertad. Estaba hablando de su imposibilidad de quedarse. Y que, quizás, llamarlo “libertad” era su manera más amable de abandonar sin parecerlo.


Hay muchas formas de irse. Algunas llevan maletas y portazos. Otras se disfrazan de respeto al espacio ajeno. Hay quien se va dejando una nota. Y hay quien se va quedándose.

Lucía fue de las que se fue quedándose.

Y yo, por amor o por miedo, le celebré su libertad incluso cuando me hería. Confundí amor sano con aguantar. Confundí madurez con resignación. Me repetía que ella era así, y que si la amaba debía aceptarlo todo. Pero no. Amar no es anularse. Y la libertad que aplasta al otro, no es libertad: es abandono maquillado.


Quiero que te preguntes algo ahora:

  • ¿Estás sosteniendo un vínculo que se escuda en la libertad para no comprometerse?

  • ¿Te estás llamando “maduro” cuando en realidad estás aguantando un desinterés crónico?

  • ¿Has sido tú esa persona que, por miedo a ser herido, prefiere huir en nombre del espacio?

Porque ser libre no significa ser invisible. Y un amor que no se ancla en nada, flota hasta desaparecer.


No todo termina mal, sin embargo. Con los años, entendí que Lucía me mostró algo importante. Me enseñó que la libertad debe incluir la responsabilidad afectiva. Que uno puede y debe tener alas… pero también raíces. Que no todo lo que fluye es liviano: a veces lo que fluye es lo que se escapa.

Aprendí a no tenerle miedo al compromiso. A saber que uno puede elegir quedarse sin perderse. Que la entrega no es prisión si se hace desde la autenticidad. Que el verdadero amor no teme los límites, porque sabe que son puentes, no muros.


La libertad también puede ser una forma de abandono, sí.
Pero también puede ser una elección consciente de cuidarse y cuidar al otro.
Depende desde dónde se ejerza.
Depende de si esa libertad construye o si simplemente evita.
Depende de si elige quedarse, incluso cuando podría irse.
Porque solo desde la elección nace el verdadero encuentro.

Y si alguna vez fuiste como Lucía, o amaste a alguien como ella, sabés de lo que hablo.
Hay personas que no pueden quedarse… no porque no amen, sino porque no saben cómo.

Y tal vez amar, en esos casos, también es soltar.
No por libertad.
Sino por compasión.

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