La voz de mamá
A veces, el recuerdo de una palabra dicha hace años puede doler más que una herida abierta. A Sofía le bastaba con cerrar los ojos para sentir otra vez el filo de una frase que su madre le había dicho una tarde cualquiera, hace más de dos décadas:
—Así como eres, nadie te va a querer.
A los dieciocho conoció a Leandro. Él le dijo por primera vez algo distinto:
—Me encanta cómo ves las cosas. Tienes una forma muy tuya de entender el mundo.
Hoy Sofía es una terapeuta reconocida. Da charlas sobre “El lenguaje emocional y la herencia invisible”. Siempre empieza sus conferencias con la misma frase:
“Las palabras pueden ser abrigo o cuchillo, depende de quién las diga”.
“Estoy aquí”
“Te creo”
“Eres suficiente”
No fue un grito. No fue un insulto. Fue una afirmación tranquila, lanzada con la mirada puesta en el suelo mientras recogía la mesa. Una frase que flotó en el aire como si no valiera nada, como si no fuera a quedarse a vivir en ella para siempre.
Tenía trece años.
Y desde entonces, Sofía se volvió silenciosa.
No en el sentido obvio. Seguía hablando, claro. Contestaba en clase, saludaba en los pasillos, incluso reía cuando era socialmente necesario. Pero por dentro, algo se había cerrado. Como una ventana atrancada justo antes de la tormenta. Esa frase se convirtió en una semilla que creció a lo largo de su adolescencia como una hiedra venenosa: “Así como eres, nadie te va a querer”. A veces no necesitaba recordarla conscientemente. Estaba en el fondo de cada elección: no levantar la mano para participar, no decir lo que pensaba, no mostrar demasiado de sí misma. Por si acaso.
Leandro fue su primer refugio. No tanto por lo que hacía, sino por cómo la miraba y lo que le decía. Cuando hablaban, sus palabras eran como mantas. Calor. Lugar. Leandro construía con frases lo que otros destruían con miradas. Por un tiempo, Sofía pensó que eso bastaba para curarse. Para vaciarse del veneno. Pero no.
Porque la voz de su madre seguía ahí. Como una herida que cierra mal, seguía latiendo debajo de cada “te quiero”. Cuando Leandro se fue —sin razones claras, solo el tiempo y la distancia— Sofía no se sorprendió. Solo pensó: “claro, es que así como soy…”.
Pasaron los años. Hubo otros amores, otras palabras. Algunas dulces, algunas crueles. Aprendió a reconocer cuándo alguien hablaba desde el miedo, cuándo desde la ternura. Estudió psicología, como queriendo entender el daño que no se ve. Se convirtió en terapeuta. Escuchaba a sus pacientes decir cosas como “nunca fui suficiente” o “mi padre decía que era un error”. Y cada vez que alguien mencionaba una frase dicha hace años, ella pensaba: otra cicatriz de voz.
Fue en una de esas tardes, mientras leía sobre trauma infantil, cuando entendió algo que no había visto con claridad: su madre también había sido una niña marcada por palabras. Su abuela, una mujer dura, había crecido durante la posguerra. Nunca dijo “te amo”. Nunca abrazó a su hija. Y esa hija —su madre— simplemente repitió lo que aprendió: que el afecto se dosifica, que el cariño se mide, que las emociones se callan.
Sofía la llamó esa noche.
Hablaron de cosas sin importancia durante quince minutos. El clima, el gato, la vecina que se volvió a mudar. Antes de colgar, Sofía respiró hondo y dijo:
—¿Sabes? A veces pienso mucho en lo que me dijiste cuando tenía trece años… que nadie me iba a querer así como soy.
Hubo un silencio al otro lado.
—¿Qué? —respondió su madre con una mezcla de incredulidad y desconcierto.
—Sí… Lo dijiste mientras recogías la mesa. Yo lo guardé todo este tiempo.
Otra pausa. Y luego, la voz temblorosa:
—No recuerdo haber dicho eso, Sofi… Pero si lo hice… Dios mío, cuánto lo siento. Yo… estaba rota en ese entonces. No sabía cómo hablar. Y menos cómo amar bien.
Sofía no lloró en ese momento. Ni al día siguiente. Pero algo dentro de ella, una parte endurecida, comenzó a ablandarse. Porque esa disculpa —incluso torpe, incluso tardía— tenía algo que la frase original no tuvo: humanidad.
Con el tiempo, su madre aprendió a usar otras palabras. No muchas. Seguía siendo una mujer de pocas demostraciones. Pero un día, mientras cocinaban juntas, le dijo:
—Tienes una forma de estar en el mundo que me gustaría haber tenido.
Y fue suficiente.
Habla de cómo los discursos internos que arrastramos no nacen solos, de cómo una frase mal dicha puede acompañarnos más tiempo que una relación entera. Y de cómo también podemos usar las palabras para sanar, para reconstruir, para hacer hogar dentro de nosotros.
A veces, después de las charlas, alguien se le acerca y le dice: “Mi mamá me decía que yo era una carga”. O: “Mi papá solo me hablaba cuando estaba enojado”. Y ella solo asiente. No hace falta decir mucho. Porque el lenguaje también es cuerpo. Y en el suyo hay un gesto de comprensión que abraza.
Una vez, una mujer mayor la escuchó en una conferencia y se le acercó. Le tomó las manos y le dijo:
—Nunca supe decirle a mi hija que la amaba. Pero usted me ha dado las palabras.
Sofía lloró esa noche. No por dolor, sino por algo que se parecía mucho al perdón.
Las palabras no se las lleva el viento. No siempre. Algunas se clavan en la piel, otras se cuelan en los huesos. Pero también hay frases que curan, que abrigan, que reconstruyen. No se necesita ser poeta para decir algo que salve. Basta mirar al otro con verdad y decir:
A veces, eso es todo lo que alguien ha necesitado escuchar desde hace veinte años.
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