Lo que el corazón no alcanza
El mundo cambia a una velocidad brutal. Las ciudades se reinventan, las tecnologías envejecen en cuestión de semanas, las noticias desaparecen tan rápido como llegaron, y los rostros que una vez fueron cotidianos, hoy apenas son nombres que nos suenan familiares. Todo parece empujarnos hacia adelante. Siempre hacia adelante. Pero el corazón… el corazón no funciona así. Él se queda. Recuerda. Insiste. Espera.
A veces me detengo en medio de la calle, como si de repente no entendiera nada de lo que me rodea. Los autos son más silenciosos, las personas no se miran, todos hablan con sus teléfonos, y el ruido de la ciudad es distinto. Todo se mueve con prisa. Menos yo. O al menos, menos algo dentro de mí.
¿Te ha pasado?
Recuerdo un parque al que solía ir con alguien que ya no está. Nos sentábamos en el mismo banco, debajo del mismo árbol, a hablar de cosas sin importancia que, hoy lo entiendo, eran las más importantes. Ese banco todavía existe. Ese árbol sigue allí. Pero ahora hay una estación de bicicletas eléctricas justo al lado, y el banco tiene un código QR que, supongo, te permite donarle algo al municipio. El mundo siguió. El parque cambió. Pero cuando me siento ahí, mi corazón no ve el QR, ni la modernidad. Mi corazón ve su sonrisa, su bufanda roja, la forma en que me rozaba la mano como si fuera casual.
Según un estudio publicado en The Journal of Neuroscience, mientras que nuestro cerebro se adapta rápidamente a nuevas tecnologías, contextos o lenguajes, las áreas emocionales —como la amígdala y el sistema límbico— conservan patrones más antiguos, más lentos. Es decir, cognitivamente entendemos que todo cambia, pero emocionalmente… no siempre podemos seguir el ritmo.
De ahí que muchas personas, incluso aquellas que se muestran “modernas”, arrastren dolores antiguos, amores no cerrados, heridas que no cicatrizan. No porque les guste sufrir. Sino porque el corazón no tiene reloj. Y en un mundo que exige actualizaciones constantes, tener un corazón que se demora, que no “supera”, que recuerda, se vuelve casi un acto de rebeldía.
Pienso también en mi madre. Toda la vida cocinó con una radio vieja de perillas. Le gustaban los noticieros hablados y la música melódica. Un día le regalamos un parlante bluetooth. Lo intentó usar, con esfuerzo. Pero volvió a su radio. “Me cuesta confiar en algo que no tenga botones”, dijo. Esa frase se me quedó grabada. Era más que tecnología: era una metáfora de la vida. Porque muchas veces nos pasa igual. No sabemos confiar en los cambios. No sabemos cómo amar sin tocar. No sabemos cómo vivir sin señales claras. El mundo se volvió táctil, pero también más frío.
Uno puede saber que una relación terminó, que alguien ya no está, que un ciclo se cerró. Puede incluso volver a salir, a conocer gente, a fingir normalidad. Pero hay una parte del alma que se queda mirando hacia atrás. No porque quiera volver. Sino porque aún no ha terminado de irse. ¿Quién enseña a despedirse al corazón? ¿Quién le explica que no todo lo que siente tiene que ser eterno?
El filósofo Byung-Chul Han habla de una “sociedad del rendimiento” donde todo debe producirse, incluso las emociones. Si no superas pronto una pérdida, si no rehaces tu vida rápido, si no logras adaptarte, pareciera que estás fallando. Pero eso es solo otra forma de violencia. Porque el corazón no produce: el corazón siente.
Y tú, lector, te lo pregunto:
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¿Cuántas veces has sentido que estabas atrapado en una emoción mientras todo el mundo te exigía seguir?
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¿Cuántas veces te has exigido a ti mismo “superarlo ya”, “adaptarte rápido”, sin darte permiso de llorar como necesitabas?
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¿A quién extrañas en silencio mientras finges que todo está bien?
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¿Qué lugar, qué persona, qué etapa de tu vida todavía vive en tu corazón aunque el mundo la haya dejado atrás?
Quizás no podamos frenar el cambio. El mundo no va a detenerse por nuestra melancolía. Pero sí podemos crear espacios para que nuestro corazón no se quede sin lugar donde habitar. Espacios lentos. Humanos. Reales.
Escribe cartas que nunca enviarás. Guarda objetos sin razón aparente. Vuelve al parque donde fuiste feliz. Abraza a alguien por más tiempo del que socialmente se permite. Llora. Llora aunque nadie entienda por qué. Porque tal vez, solo tal vez, en esos actos simples y anacrónicos estamos dándole al corazón el tiempo que necesita para procesar un mundo que no para.
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