Los faros que no llegan a la orilla
Hay quienes no se salvan. No por falta de lucha, ni por rendirse sin más, sino porque el dolor fue más grande que sus fuerzas, o porque, mientras se partían por dentro, se dedicaron a sostener a los demás. Ser luz no siempre es un acto heroico… a veces es una forma de gritar ayuda en código morse, esperando que alguien lo escuche a tiempo.
Camila fue una de esas personas. Tenía una risa escandalosa, una de esas que hacen que todos giren la cabeza y sonrían, aunque no entiendan el chiste. Era la primera en organizar un cumpleaños sorpresa, en prestar el hombro, en detectar las lágrimas contenidas. “Siempre estás bien”, le decían. Y ella asentía, con una copa en la mano, con una lista de playlists para levantar el ánimo de otros, con ese brillo en los ojos que confundía a todos.
Lo cierto es que Camila no estaba bien. No desde hacía años. La ansiedad le rugía en el estómago cada noche. El insomnio se había vuelto rutina. La exigencia era su forma de no mirar hacia adentro. Pero nunca lo dijo. O lo dijo bajito, en forma de ironía, como quien quiere confesar y proteger al otro al mismo tiempo.
Cuando Camila se fue —en un invierno demasiado gris para su tipo de alma—, algo en su círculo se quebró. Nadie entendía cómo alguien “tan fuerte”, “tan alegre”, había callado tanto. Todos, en algún punto, nos sentimos culpables. Pero lo cierto es que ella no nos dejó con las manos vacías. Nos dejó un mapa. No hacia ella, sino hacia nosotros mismos.
Hay quienes no se salvan, pero salvan a los demás en el intento. A través del amor que dieron, de la escucha silenciosa que ofrecieron, de las palabras que sembraron en momentos clave. A veces basta una conversación para evitar un abismo. A veces no lo saben, pero están siendo anclas para otros, aun mientras se hunden un poco más.
Y no se trata de romantizar el dolor. El sufrimiento no debe glorificarse. Pero hay una belleza innegable en esa entrega que deja huella, aunque quien la dio no haya podido quedarse para verla florecer.
Historias como estas no son aisladas.
Estudios en psicología clínica han mostrado que muchas personas que atraviesan cuadros depresivos o ansiedades profundas desarrollan un sentido de empatía muy agudo. Según un artículo publicado en Frontiers in Psychology, existe una correlación entre la sensibilidad emocional y la capacidad de cuidar a otros. Esto explica por qué muchas veces quienes más ayudan, más sostienen, son los que internamente están librando sus propias batallas.
Es como si su dolor afinara su oído interno, como si conocieran tan bien la oscuridad que pueden detectar en otros las primeras sombras.
¿Sos, quizás, una de esas personas?
Si te sentís identificado, esto es para vos:
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No tenés que salvar a todos.Tu valor no se mide por cuántas personas sostenés. Está bien pedir ayuda. Está bien detenerse. Está bien pensar en vos.
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Lo que das a los demás también lo merecés.Amor, paciencia, comprensión. No sos menos por necesitar lo que solés dar.
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Nadie te va a querer menos por mostrar tu herida.Mostrarte vulnerable no te quita fuerza; te vuelve real.
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Podés ser faro sin quemarte.Está bien iluminar. Pero no a costa de vos mismo. El faro también necesita mantenimiento.
La historia de Camila nos hizo hablar. Por primera vez en años, su grupo de amigos empezó a decir “no estoy bien” sin vergüenza. Se empezaron a enviar audios llorando. Se abrazaron sin apuro. Se organizaron para ir a terapia. Y todo eso fue su legado.
Ella no se salvó. Pero salvó. Y eso también cuenta.
En la historia de cada familia, de cada grupo, hay alguien así. Esa tía que cuidó a todos pero nunca habló de sí misma. Ese amigo que hizo de bufón, pero callaba sus tormentas. Esa pareja que fue sostén hasta el último minuto. Gente que fue sostén mientras se desmoronaba en silencio.
A ellos les debemos algo más que la memoria. Les debemos aprender a hablarnos mejor. A escuchar más. A no asumir que quien sonríe está bien. A mirar dos veces. A preguntar con tiempo. A darnos permiso para no poder con todo.
Porque también está esto:
Vos podés estar salvando a alguien sin saberlo. Con un mensaje, una presencia, una palabra precisa. A veces no hace falta tener las respuestas, solo estar. A veces se trata de recordar que, aunque no podamos cambiar lo que vive el otro, sí podemos acompañarlo a atravesarlo.
Y si alguna vez sentiste que no llegás a tiempo a tu propia orilla… recordá esto: incluso si no lográs salvarte del todo, lo que hacés en el camino puede encender luces en costas que nunca imaginaste.
Acciones para integrar este mensaje:
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Acete un chequeo emocional. Una vez por semana, sentate a escribir cómo estás. No para mostrarlo, sino para leerte a vos mismo sin filtros.
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Cuida al cuidador. Si sos quien suele sostener, agendá espacios de autocuidado reales. No negociables.
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Nombra a tus faros. ¿Quién te salvó, aunque no lo supiera? Decírselo. Agradecer también es una forma de sanar.
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Observó en silencio. No todo el mundo pide ayuda de forma evidente. A veces un cambio de tono, un alejamiento repentino, un exceso de alegría pueden ser señales.
Reflexión final
No todos se salvan. Pero hay quienes, en su intento de salvarse, siembran en otros el impulso de vivir mejor, de buscar ayuda, de no esconder el dolor.
A ellos los recordamos no solo con tristeza, sino con gratitud. Porque su paso, aunque breve o doloroso, dejó raíces. Y quizás —solo quizás— el acto más noble no sea sobrevivir a todo, sino haber amado tan fuerte que otros puedan vivir con un poco más de luz.
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