Los lugares que uno ama no siempre lo aman de vuelta
Hay ciudades que se quedan pegadas a la piel como la sal después del mar. Lugares que uno ama sin saber bien por qué, como si los rincones hablaran el idioma secreto de nuestras nostalgias. A veces uno elige un lugar, lo desea, lo habita con ternura… pero ese lugar nunca lo elige a uno. Es una de las primeras lecciones silenciosas que nos da el mundo: el amor, incluso el que se le tiene a una ciudad, no siempre es correspondido.
María llegó a Barcelona una tarde de otoño. El cielo estaba cubierto por una bruma dorada, y el aire olía a mar, a hojas húmedas y a algo desconocido. Venía con una beca de intercambio y una maleta cargada de esperanza. Dejó atrás Buenos Aires, una ciudad que le quedaba grande en recuerdos y que la empujaba más de lo que la sostenía. Barcelona fue, entonces, una promesa de renacer.
Durante los primeros meses, todo fue descubrimiento. Caminaba horas por el Barrio Gótico, se perdía entre los cafés diminutos y las plazas escondidas. Se sentaba a leer junto al mar en la Barceloneta, y sentía —quizás ingenuamente— que por fin había encontrado un lugar al que pertenecía. Hacía fotos de todo: puertas viejas, balcones florecidos, rostros anónimos. Mandaba postales a casa y escribía en su diario frases como “nunca fui tan feliz”.
Pero el tiempo, que siempre desviste a las ciudades, comenzó a mostrarle otros rostros. Los días se volvieron más grises, no por el clima, sino por las pequeñas heridas de lo cotidiano. El alquiler del piso compartido subía sin aviso. Los trabajos eran esporádicos, mal pagos. En la universidad, aunque era bienvenida, sentía una distancia sutil, como si su acento la dejara siempre al margen de las conversaciones.
Una noche, después de perder un tren y caminar bajo la lluvia por más de una hora hasta su casa, se dio cuenta de algo que la estremeció: estaba sola. No la soledad ocasional que uno elige, sino esa que pesa en el pecho y se cuela en los rincones más íntimos del pensamiento. “Quizás esta ciudad no me quiere”, escribió en su cuaderno, como si al nombrarlo pudiera quitarle fuerza.
Sin embargo, insistió. Porque eso hacemos los que amamos de verdad: insistimos. Se inscribió en talleres, aprendió catalán, salió con un chico que conoció en una librería, mandó currículums con la esperanza de que algo —lo que fuera— hiciera clic. Pero nada se acomodaba. Todo parecía a medio camino: los vínculos, los trabajos, incluso el idioma. Como si la ciudad le dijera, sin decirlo, “puedes quedarte… pero no pertenecerás”.
Entonces comenzó la culpa. ¿Y si no estaba haciendo lo suficiente? ¿Y si era ella la que no sabía cómo anclarse? La línea entre amar un lugar y aferrarse a una idea puede ser delgada. María lo supo cuando se sorprendió a sí misma llorando frente a una estación del metro, sin razón aparente, solo por sentir que algo se rompía en silencio.
Pasó un año. Luego otro. Fue testigo de cómo sus compañeros regresaban a sus países, conseguían trabajos estables, o simplemente encontraban su espacio. Ella seguía girando en el mismo eje, cada vez más cansada, más desconectada. Un día, mientras paseaba por el Passeig de Gràcia, se detuvo a observar a la gente. Iban y venían, ocupados, indiferentes. Nadie la miraba. La ciudad seguía su curso sin ella.
Y ahí lo entendió: Barcelona no le debía amor. Por más que ella hubiera dado todo de sí —su juventud, su esperanza, su energía—, la ciudad no estaba obligada a devolverle nada. No era odio, no era rechazo… era simplemente neutralidad. Un amor no correspondido no necesita explicación.
Así que tomó una decisión. No de golpe, sino de esas que se maceran en el pecho como una fruta madura. Volvería a casa. No porque fuera débil, sino porque entendía que a veces, retirarse es una forma de amor propio.
Empacó despacio. Tocó por última vez las paredes de su cuarto alquilado. Paseó por los lugares que la habían hecho soñar. Se despidió de su librero favorito, del faro en Montjuïc, de una ciudad que, a pesar de todo, seguiría amando.
Cuando volvió a Buenos Aires, lo hizo sin estridencias. Llevaba menos cosas, pero más conciencia. Aprendió que uno puede amar profundamente un lugar y, sin embargo, no hacerle falta. Que pertenecer no siempre depende de cuánto uno da, sino de cómo ese lugar nos recibe.
Con el tiempo, María encontró nuevos espacios. Trabajó en una biblioteca, empezó a escribir, hizo amigos que hablaban su mismo idioma emocional. Pero Barcelona nunca se fue del todo. Vivía en las fotos, en los sabores que trataba de replicar, en los silencios. A veces, en días de viento, aún sentía que podía oler el Mediterráneo.
Porque uno no deja de amar un lugar solo porque ese lugar no lo amó de vuelta. Simplemente aprende a quererlo de otra manera: desde lejos, sin expectativas, con gratitud y melancolía.
Reflexión
¿Has amado tanto una ciudad, una casa, una esquina… que duele dejarla aun sabiendo que ya no es tu lugar?
Los lugares que amamos moldean quienes somos, aunque nunca se enteren de nuestra existencia. Y está bien. A veces, el verdadero aprendizaje está en soltar sin rencor, en irse sin que haya una herida que reclamar.
¿Has sentido que un lugar te cerraba la puerta suavemente, sin explicaciones?
Porque el amor, incluso cuando no es recíproco, sigue siendo amor. Solo que a veces, amar también implica saber cuándo es tiempo de partir.
Comentarios
Publicar un comentario