Perderse para encontrarse: la ruta que nadie te enseña
Yo lo descubrí una madrugada cualquiera, cuando ni siquiera estaba buscando. Porque uno no planea perderse. Simplemente sucede. Una acumulación de pequeños olvidos, decisiones a medias, silencios no hablados. Y de pronto, un día, te miras en el espejo y no reconoces la historia que cuenta tu reflejo.
La historia empieza con alguien como tú. O como yo. Alguien que cumplía con todo. Puntual. Correcto. Responsable. Sonriente incluso cuando no había motivos. Con una agenda repleta de cosas que no lo llenaban, pero que eran “lo que se supone que debía hacer”.
Al principio, hizo lo que todos hacemos: ignorarla. La disfrazó de cansancio, de estrés laboral, de necesidad de vacaciones. Se dijo que solo necesitaba dormir mejor, salir más, hacer yoga. Se convenció de que “el tiempo pondría las cosas en su lugar”.
Pero el tiempo no hizo nada. Al contrario: lo empujó más hondo.
Hasta que un día no pudo más. No fue un colapso dramático, ni un gran acontecimiento. Fue simplemente una mañana en la que se levantó, se duchó, se vistió… y no fue a trabajar. No avisó. No explicó. Se sentó en el parque con un café frío en las manos y sintió que estaba empezando a desaparecer.
Perderse no es glamoroso. No es como lo pintan en las películas, donde un personaje se va a la India, encuentra un gurú y regresa iluminado. No. Perderse de verdad es caerse dentro. Es quedarse solo con tus preguntas, sin respuestas prefabricadas. Es revisar tu vida como quien abre una caja vieja y se da cuenta de que guardó demasiadas cosas que ya no necesita.
Yo —él, tú, cualquiera— empezó a caminar sin rumbo. No metafóricamente: caminó por su ciudad sin mapa ni destino. Se sentaba en bancos que nunca había notado. Entraba a librerías sin comprar nada. Observaba la vida pasar. Y en ese vagar, sin esperar nada, comenzó a encontrarse.
Y lloró. No como una epifanía espiritual. Lloró por lo simple, por lo tonto, por lo necesario. Por haberse olvidado de sí mismo. Por no saber cuándo se desvió.
Las sociedades modernas odian el vacío. Nos enseñan que siempre debemos saber qué hacer, hacia dónde vamos, qué queremos lograr. Se valora la productividad, la certeza, el plan. Pero ¿y si no supieras? ¿Y si no tuvieras un plan? ¿Y si solo quisieras existir un rato sin explicar nada?
Perderse es un acto de humildad. Es admitir que no sabés. Que lo que te trajo hasta acá ya no te sirve para seguir. Y eso duele. Pero también libera.
Según un estudio de la Universidad de Illinois, los periodos de confusión existencial son claves para el crecimiento personal. Las crisis de sentido, dicen, abren espacio para la reconstrucción de una identidad más auténtica. Es decir: perderse es parte del proceso natural de encontrarse.
Pregúntate ahora, si querés:
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¿Qué parte de tu vida estás sosteniendo solo por inercia?
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¿Hace cuánto no te preguntás qué te hace feliz de verdad?
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¿Y si dejaras de correr hacia algo, y simplemente te detuvieras a sentir?
Porque hay veces en las que no necesitás avanzar. Necesitás disolverte. Dejar que la vieja versión de vos muera en paz, para que algo nuevo nazca.
Perderse, como el invierno, no es el fin: es el preludio de una nueva floración.
Él —yo, vos, cualquiera— no volvió a ser el mismo. No porque todo se resolviera mágicamente. Sino porque aprendió a vivir con la incomodidad de no tener todas las respuestas. Aprendió a habitar el gris. Y a escucharse. Empezó a escribir. A decir que no. A estar solo sin sentirse solo.
Si te estás perdiendo, esto es para vos:
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No huyas del silencio. Apagá el ruido. Escuchate. Es incómodo al principio, pero ahí están tus respuestas.
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Dejá de fingir certezas. No necesitás tener todo claro. Permitite no saber.
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Hacé una pausa real. No para escapar, sino para reencontrarte.
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Preguntate sin apuro: ¿qué parte de mi vida no estoy viviendo desde la verdad?
Así que si estás en medio del caos, si no sabés por dónde seguir, si todo te parece una niebla espesa… tal vez estás justo donde necesitás estar.
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