A veces uno es más fiel a sus heridas que a sus sueños
Soñar exige riesgo. Supone moverse hacia algo que no está garantizado, que puede fallar. Pero las heridas, aunque duelan, son conocidas. Son zonas de familiaridad. Sabemos cómo vivir con ellas. Sabemos cómo explicarlas, incluso cómo justificarnos a través de ellas. Por eso, muchas veces, sin quererlo, somos más leales a lo que nos hirió que a lo que podría salvarnos.
El apego al dolor como identidad
Hay personas que, tras una decepción, deciden no volver a confiar. Y no porque no lo deseen, sino porque la traición se convirtió en parte de su forma de estar en el mundo. De igual forma, hay quienes sueñan con escribir, con amar, con cambiar de vida, pero no lo hacen porque en algún momento alguien les dijo que no eran capaces, y esa frase se volvió una verdad tatuada. Así, el miedo se disfraza de prudencia. Y la fidelidad a la herida, de madurez.
La psicología ha explorado este fenómeno en profundidad. El concepto de “lealtad invisible” acuñado por Ivan Boszormenyi-Nagy en el ámbito de la terapia familiar sistémica, habla de cómo muchas veces las personas se mantienen atadas a patrones de dolor heredados o aprendidos, por una forma inconsciente de ser fieles al sistema al que pertenecen. Se repiten errores, se eligen vínculos similares, se sabotean oportunidades. Porque, en el fondo, salirse del guion del dolor implica una traición: a la familia, al pasado, a uno mismo.
¿Y si mi sufrimiento se ha vuelto parte de mi identidad? ¿Quién soy si dejo de cargarlo?
El autoengaño del “mejor así”
Una de las formas más sutiles de esta fidelidad a la herida es el discurso del “mejor así”. Mejor no intento nada nuevo, mejor no abro el corazón, mejor no cambio de rumbo. Esa aparente resignación es, en realidad, una defensa. Una forma de no exponer la parte vulnerable que sigue temiendo ser rechazada, juzgada o abandonada.
Pero esa prudencia extrema tiene consecuencias. Porque el alma también se atrofia cuando no se arriesga. Cuando uno se queda demasiado tiempo en la zona del “ya sé cómo duele”, se pierde la posibilidad de explorar la zona del “no sé cómo sería, pero quiero saber”.
Una persona puede pasarse años defendiendo una forma de vivir que ya no le hace bien, solo porque teme repetir una experiencia pasada. Así, deja de escribir porque una vez le dijeron que su texto era malo. Deja de amar porque alguien la dejó. Deja de hablar en público porque tembló en una exposición escolar. Y eso, lentamente, apaga lo que aún podría ser. Una fidelidad mal entendida: no a la verdad, sino al trauma.
El costo de no soñar
No hay neutralidad cuando se trata del alma. Cuando uno no sueña, cuando no se proyecta hacia lo que desea, no queda suspendido en un limbo pasivo. Se estanca. Y en ese estancamiento crece la frustración, aunque se camufle de conformismo. Se siente en el cuerpo: tensión constante, fatiga emocional, enfermedades silenciosas. Se siente en los vínculos: relaciones sin profundidad, vínculos funcionales pero vacíos.
Se ha demostrado, en estudios de neurociencia, que las personas que sostienen un propósito vital experimentan mayores niveles de bienestar y menor deterioro cognitivo en la vejez (Harvard Study of Adult Development). Soñar no es un lujo, es una necesidad fisiológica y psicológica. Cuando el único motor que nos mueve es la evitación del dolor, perdemos el sentido del futuro.
¿Cómo romper la lealtad a la herida?
El primer paso es identificarla. Nombrarla. Porque lo que no se nombra, domina. Escribir, hablar, reflexionar sobre qué experiencias pasadas están moldeando las decisiones actuales. Preguntarse: ¿Este deseo que reprimo, lo reprimo por mí o por miedo? ¿Esta relación que mantengo, lo hago por amor o por hábito de abandono? ¿A quién estoy siendo fiel al mantenerme en este lugar?
El segundo paso es el duelo. Porque dejar atrás una herida también implica soltar una identidad. Es posible que hayamos construido toda una vida en torno a esa experiencia. Pero hay que entender que sanar no es olvidar. Sanar es permitirnos vivir otras versiones de nosotros, sin negar lo que ocurrió.
Y, finalmente, recuperar el derecho a soñar. Porque el sueño no es ingenuidad. Es una forma de rebelión. Es mirar lo que dolió, lo que falló, y decir: “A pesar de esto, sigo creyendo en algo más”. Soñar es la forma más directa de desobedecer al trauma.
Reflexión final
No hay camino sin heridas. Todos llevamos alguna. Pero hay una diferencia enorme entre cargarla y rendirle culto. Entre recordarla como parte de nuestra historia y usarla como excusa para no escribir otra. Ser fieles a nuestras heridas puede darnos una sensación de coherencia, de identidad, de seguridad. Pero también puede robarnos el presente y el futuro.
Quizás el acto más valiente no sea sanar, sino dejar de justificarse a través del dolor. Elegir nuestros sueños por encima de nuestras cicatrices. Entender que aunque lo que nos marcó tenga fuerza, no tiene por qué tener la última palabra.
Porque al final, si uno va a ser fiel a algo, que no sea al dolor… sino a lo que aún late, a pesar de él.
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