Donde habita el silencio

El silencio no siempre llega como un suspiro. A veces entra como una ráfaga helada que deja las puertas entreabiertas y se instala, sin pedir permiso, en los rincones de la casa. Y una vez dentro, no hay forma fácil de sacarlo. Porque el silencio no grita, no rompe, no golpea… pero pesa. Y mucho.

Hay casas donde el silencio no es pausa, sino herida. Donde lo que no se dice se convierte en atmósfera. En esas casas, los muebles están en su sitio, los cuadros siguen colgados, las cortinas se mueven con el viento como siempre. Pero algo ha cambiado: la ausencia ha adquirido forma. Y esa forma es el silencio.

Las casas son como organismos vivos. Respiran, contienen, absorben. Se impregnan de la energía de quienes las habitan. Y cuando algo se quiebra entre las personas, las paredes lo saben. Las habitaciones lo registran. La cocina lo cocina. El silencio, entonces, deja de ser ausencia de sonido y se vuelve una presencia incómoda. Se posa sobre la mesa, entre dos personas que ya no se miran. Se esconde detrás de la puerta de un cuarto que ya no se abre. Se arrastra por los pasillos, como una sombra que no se va.

No siempre el silencio es paz. A veces es castigo. Un grito contenido. Una conversación que se ahogó antes de empezar. Muchas familias, muchas parejas, muchos compañeros de casa se acostumbran a vivir con ese huésped invisible. Aprenden a hablar del clima, de la hora, de las noticias… pero no de lo que duele. No de lo que se acumula como polvo en las esquinas del alma.

En una investigación publicada por la revista Journal of Family Psychology, se encontró que el “tratamiento del silencio” —la práctica de ignorar activamente a un miembro de la familia como forma de castigo o evitación— genera mayor ansiedad, aislamiento emocional y disminución de la autoestima. El silencio, entonces, no es inocente. Puede ser una herramienta de poder, una forma de agresión pasiva. Una ausencia que grita.

Recuerdo la casa de mi infancia. Una casa luminosa, con jardín y paredes claras. Pero en algunos días, parecía opaca. No por su arquitectura, sino por lo que no se decía dentro. Mi madre callaba más de lo que hablaba. Y cuando no hablaba, todo el espacio se tensaba. Bastaba con que su mirada se perdiera en el lavadero, o que la comida se sirviera sin palabras, para que supiéramos que algo andaba mal. El silencio era su forma de decir que estaba herida. Pero como niños, no sabíamos cómo romperlo. Así que lo acatábamos. Y crecimos creyendo que el silencio era una forma legítima de comunicarse.

Años después, entendí que no lo era. Que las palabras, aunque incómodas, salvan. Y que cuando se calla lo importante, se llena la casa de espectros.

No hay hogar perfecto. Pero hay hogares donde el ruido de las palabras, incluso las dolorosas, impide que el silencio eche raíces. Porque el silencio que duele es el que nace de lo no resuelto. El que se cultiva con evasiones. El que se refuerza con “no quiero hablar de eso”, con “ya fue”, con “mejor dejémoslo así”. Y ese silencio no es descanso. Es bloqueo.

Una casa saludable no es la que está siempre en calma, sino aquella donde se puede hablar sin miedo. Donde el llanto no es visto como debilidad, y donde el enojo puede tener lugar sin convertirse en violencia. Pero eso requiere valentía. Porque hablar es exponerse. Es aceptar que algo está roto. Y muchos prefieren convivir con el silencio que enfrentarse con la fragilidad de sus vínculos.

En sociedades donde se premia el autocontrol, el silencio muchas veces es malinterpretado como madurez. “Es mejor no hacer un escándalo”, dicen. “Calladita te ves más bonita”, repiten. Y así, el silencio se convierte en un mandato. Especialmente para las mujeres, para los niños, para los mayores. Se nos enseña a callar para no incomodar. Para no alterar el aparente equilibrio.

Pero una casa que se sostiene en silencios forzados no es un hogar. Es un teatro. Y el problema con ese teatro es que, tarde o temprano, la función termina. Y lo que quedó sin decir —lo no llorado, lo no gritado, lo no discutido— se cobra con cuerpos enfermos, con miradas frías, con puertas que se cierran para siempre.

El silencio también se hereda. Los hijos de padres que no se comunican aprenden a no preguntar. A guardar sus emociones. A ser prudentes en exceso. Y a temer la confrontación. Así, se perpetúan generaciones de personas que creen que amar es no molestar. Que cuidar es no decir. Que proteger es ocultar.

Y sin embargo, hay algo profundamente liberador en romper ese ciclo. En atreverse a hablar. A decir: me duele, esto no me gusta, necesito que me escuches, quiero saber qué sientes tú. Porque esas frases, aunque simples, tienen el poder de exorcizar al silencio.

Hay un tipo de silencio que sí puede ser abrigo: el silencio compartido. Ese que nace cuando dos personas se entienden sin hablar. Cuando el amor ha tejido una confianza que permite el reposo sin palabras. Pero eso no se construye desde la evasión. Se construye tras muchas conversaciones, muchas heridas reparadas, muchos miedos nombrados.

No todo silencio es enemigo. Pero sí lo es aquel que se instala para tapar, para dominar, para evitar. Ese silencio tiene una forma de quedarse a vivir en las casas. De tomar el control sin levantar la voz. De convertirse en costumbre.

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