El cuerpo también se cansa de fingir que está bien
La frase “el cuerpo también se cansa de fingir que está bien” no es una metáfora romántica, es una afirmación realista. Es un resumen de lo que miles de estudios en psicología somática, neurociencia y medicina psicosocial han venido confirmando: el cuerpo no olvida, y más temprano que tarde, exige que miremos lo que hemos negado. El estrés crónico, la ansiedad mantenida en silencio, las emociones reprimidas no desaparecen; se alojan. Se transforman en insomnio, contracturas, desórdenes digestivos, enfermedades autoinmunes, colapsos nerviosos.
El silencio emocional y su carga fisiológica
Una de las formas más comunes de “fingir que estamos bien” es negar o minimizar el malestar emocional. Decimos que estamos cansados, que fue “solo un mal día”, que “no es para tanto”. Sin embargo, los sistemas del cuerpo —el nervioso, el endocrino, el inmunológico— no distinguen entre lo que se expresa y lo que se calla. Solo registran la tensión, el miedo, la frustración, el dolor.
El psicólogo Gabor Maté, en su libro Cuando el cuerpo dice no, afirma que muchas enfermedades tienen raíces emocionales no resueltas. No se trata de culpar a la persona por enfermar, sino de reconocer que el cuerpo y la mente no están separados. Fingir bienestar emocional para cumplir con las demandas externas —laborales, sociales, familiares— no es gratuito. Tiene un costo fisiológico. Un cuerpo que sostiene constantemente lo que el alma no puede decir, termina por quebrarse.
La trampa de la funcionalidad
En un mundo que premia la productividad por encima del bienestar, muchas personas aprenden a valorar su capacidad de “funcionar” como medida de éxito. No importa si están tristes, agotadas, rotas por dentro; si cumplen con sus tareas, si no se quejan, si siguen adelante, todo parece estar “bien”.
Esta normalización de la disociación emocional —la capacidad de desconectarse de lo que se siente para seguir siendo útil— no solo es peligrosa, es insostenible. Porque el cuerpo, aunque adaptativo, tiene límites. Cuando los recursos de autorregulación emocional se agotan, llega el colapso: ataques de pánico, crisis de ansiedad, agotamiento físico extremo. No son fallas. Son advertencias.
Preguntémonos: ¿Cuántas veces hemos ignorado el cansancio? ¿Cuántas veces hemos callado lo que dolía por miedo a incomodar? ¿Cuántas veces hemos seguido adelante, incluso cuando todo en nosotros pedía detenerse?
El síntoma como lenguaje
Uno de los errores más comunes es interpretar los síntomas como problemas a eliminar, en lugar de verlos como señales a interpretar. La medicina tradicional occidental ha avanzado enormemente en la gestión del síntoma, pero no siempre en su comprensión profunda. Se trata el insomnio con pastillas, la ansiedad con ansiolíticos, el dolor con antiinflamatorios, pero rara vez se pregunta: ¿Qué está intentando decir el cuerpo con esto?
El síntoma es, muchas veces, el único lenguaje que le queda al cuerpo cuando no hemos escuchado los otros. Es el grito final después del largo susurro del malestar ignorado. En vez de silenciarlo, deberíamos aprender a traducirlo: ¿Qué necesidad no atendida lo originó? ¿Qué emoción no expresada está sosteniéndolo?
Fingir salud como mandato social
Más allá del plano individual, existe una presión colectiva por aparentar bienestar. Las redes sociales, los entornos laborales competitivos, incluso algunos discursos de autoayuda, imponen una narrativa de éxito permanente. Estar bien se convierte en una obligación, no en una experiencia honesta. Y en ese contexto, mostrar el dolor se asocia con debilidad, flojera o negatividad.
Este mandato de “positividad constante” empuja a las personas a una autoexigencia insalubre: no estar tristes, no mostrarse vulnerables, no detenerse. Fingir que se está bien se convierte en una forma de supervivencia social. Pero ¿Qué tipo de salud es esa que se construye sobre la negación? ¿Qué humanidad queda si solo es válida la parte de nosotros que produce, que rinde, que no molesta?
¿Cómo dejar de fingir?
Aceptar que el cuerpo está cansado es un acto de valentía. Implica desmontar una estructura entera de exigencias internas y externas. Significa reconocer que descansar no es fracaso, que llorar no es debilidad, que poner límites es una forma de respeto a uno mismo.
Algunas acciones concretas que pueden ayudarnos a reconectar con el cuerpo de forma honesta incluyen:
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Escucha corporal diaria: dedicar unos minutos al día para hacer un escaneo físico-mental y detectar tensiones o incomodidades. Nombrarlas, sin juzgarlas.
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Espacios seguros para expresar: buscar contextos —terapia, escritura, diálogo sincero— donde poder poner en palabras lo que se siente.
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Reducir la autoexigencia: cuestionar la narrativa del “tengo que estar bien” y permitirnos pausas sin sentir culpa.
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Movimiento consciente: no para entrenar, sino para habitar el cuerpo (yoga, caminatas lentas, estiramientos).
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Revisar nuestras creencias: muchas veces fingimos estar bien porque creemos que “no tenemos derecho” a sentirnos mal. Es fundamental detectar esas ideas heredadas y desarmarlas.
Una reflexión final
Fingir bienestar puede ser útil por un tiempo, incluso necesario en contextos donde no se puede bajar la guardia. Pero si se convierte en una forma de vida, se vuelve insostenible. El cuerpo no es una carcasa que podamos explotar indefinidamente sin consecuencias. Tiene memoria, tiene lenguaje, y tiene límites.
En lugar de temer que el cuerpo “nos traicione” con una crisis, deberíamos aprender a agradecerle cada señal, cada síntoma, cada pausa forzada. Porque a su manera, el cuerpo siempre está intentando protegernos. Solo que, a veces, lo hace recordándonos lo que nosotros mismos hemos querido olvidar: que no estamos bien. Y que eso también está bien.
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