El valor de preguntar lo que no se puede responder
¿Por qué murió esa persona y no otra?
¿Para qué sirve el dolor?
¿Hasta cuándo va a doler esto?
¿Y si hubiera dicho otra cosa?
¿Qué habría pasado si…?
Estas preguntas no buscan información. Buscan consuelo, dirección, un ancla en medio del caos. Son un mecanismo de supervivencia ante lo que nos excede. Porque cuando el mundo nos lanza algo incomprensible, preguntar es lo único que parece humano. Aunque la respuesta no llegue. Aunque sepamos que no hay una.
El origen humano de la pregunta sin respuesta
Desde el inicio de los tiempos, el ser humano ha formulado preguntas que trascienden la evidencia empírica: ¿Qué hay después de la muerte? ¿Por qué existe el mal? ¿Qué sentido tiene todo esto?
La ciencia ha dado respuestas a muchas preguntas que durante siglos fueron insondables. Pero hay otras que siguen en pie, indemnes, como si fueran parte estructural de nuestra condición. Y no porque seamos ingenuos, sino porque esas preguntas no son errores de pensamiento: son reflejo de nuestra conciencia más profunda.
Hay preguntas que no nacen para ser respondidas, sino para ser habitadas.
La ilusión de control
Preguntar también es una forma de intentar controlar lo incontrolable. Cuando algo nos desborda —una pérdida, una injusticia, una ruptura, una traición— el cerebro se aferra a la idea de que si logramos entenderlo, podremos aceptarlo o manejarlo.
Pero hay cosas que no se entienden. Solo se atraviesan.
La mente racional cree que si consigue una explicación, entonces el dolor disminuirá. Pero la mayoría de las veces, no es así. Aún con todas las respuestas, el dolor permanece. Porque no se trata de comprender, sino de sostener. Y eso no se aprende en libros, ni se encuentra en teorías.
Entonces, seguimos preguntando. No porque seamos irracionales, sino porque es nuestra manera de tocar lo que no puede tocarse. De acercarnos a lo inabarcable.
Preguntar como forma de persistencia
Preguntar sin esperanza de respuesta puede parecer absurdo. Pero en realidad, es un acto profundamente humano. Preguntar es decir: “Esto me importa”. Es negarse a la indiferencia. Es una forma de no rendirse.
El que pregunta todavía está involucrado, aún con el alma herida. El que pregunta se resiste a la automatización del pensamiento, a la aceptación mecánica de las cosas. En cierto sentido, hacer esas preguntas imposibles es una forma de seguir vivo.
Y sí, hay un tipo de preguntas que se hacen en silencio. Que no necesitan ser formuladas en voz alta para pesar en el cuerpo. Que duermen bajo la lengua, en el pecho, y se despiertan en ciertas noches o ciertos gestos. Preguntas como cicatrices.
La paradoja: lo que se repite sin solución, se transforma
Curiosamente, muchas veces el acto repetido de hacer una pregunta sin respuesta transforma algo, incluso sin resolverlo. No porque encontremos una verdad objetiva, sino porque empezamos a mirarla desde otro lugar.
Una persona puede pasar años preguntándose por qué fue abandonada. Al principio, la pregunta está cargada de angustia. Luego, de enojo. Más tarde, de melancolía. Y con el tiempo, la pregunta sigue siendo la misma, pero ha cambiado su tono. Ya no exige una explicación, sino que empieza a aceptar su lugar como parte de la historia. La pregunta no desapareció. Cambió de forma. Cambió a la persona.
Esa es una paradoja fundamental: algunas preguntas no se responden con palabras, sino con transformación.
¿Y si no hay respuesta porque no debe haberla?
No todas las preguntas existen para ser respondidas. Algunas son parte del misterio que sostiene la vida. No como castigo, sino como estructura.
Tal vez hay preguntas que no tienen respuesta porque su sentido no está en el “saber”, sino en el “sentir”. En estar presente con ellas, en aceptarlas como parte del equipaje humano.
Preguntar es también aceptar que hay cosas que escapan. Que no todo puede encerrarse en lógica. Que lo esencial muchas veces no cabe en una fórmula.
Preguntar para abrir, no para cerrar
En un mundo obsesionado con la productividad, con la certeza, con los resultados, hacer preguntas sin respuesta parece inútil. Pero en realidad, esas preguntas abren. Nos empujan a mirar más allá. A no conformarnos con lo aparente.
Un sistema educativo que deja de lado las preguntas sin respuesta forma técnicos, no humanos. Una sociedad que no tolera la incertidumbre se vuelve dogmática, rígida, intolerante.
Las grandes preguntas sin respuesta no son obstáculos. Son ventanas. Nos recuerdan que no lo sabemos todo. Que no controlamos todo. Que aún en la era de los algoritmos, sigue habiendo algo sagrado en el misterio.
Las preguntas como compañía
Finalmente, hay que decirlo: algunas preguntas se convierten en compañía. Porque aunque no se resuelvan, son nuestras. Nos habitan. Nos definen. Uno puede vivir entero alrededor de una pregunta sin respuesta.
A veces, el amor más profundo que tuvimos nunca fue explicado del todo. Ni la pérdida más grande que sufrimos. Ni la elección más difícil que tomamos. Y sin embargo, esas preguntas se convirtieron en parte de nuestra identidad.
Uno no necesita todas las respuestas para vivir. Necesita saber con qué preguntas caminar.
Conclusión
Hay preguntas que no tienen respuesta, y sin embargo seguimos haciéndolas.
Y menos mal. Porque esas preguntas nos conectan con lo esencial, con lo vivo, con lo humano.
No son errores, ni debilidades. Son señales de que no nos hemos vuelto indiferentes.
En un mundo que exige eficiencia y respuestas inmediatas, el coraje está en sostener la pregunta sin cerrar la historia. En seguir preguntando, sabiendo que quizás no haya un porqué, pero sí un para qué: mantenernos despiertos. Sensibles. Humanos.
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