El vértigo de desear de verdad


Desear parece algo natural. Deseamos cosas pequeñas: una taza de café, un día sin interrupciones, una conversación honesta. Y también cosas grandes: reconocimiento, amor, libertad, sentido. Pero entre lo que se desea por hábito y lo que se desea con el cuerpo entero, hay un abismo. Y ese abismo —cuando se cruza— tiene consecuencias que pocas veces anticipamos.

Por eso la advertencia no es trivial: hay que tener cuidado con lo que uno desea, sobre todo si lo desea de verdad. Porque el deseo verdadero no es inocente. No es solo fantasía. Es una forma de empujar al mundo a moverse. Y a veces, el mundo responde.

El deseo como motor

El deseo tiene fuerza creadora. No se limita a imaginar: convoca, arrastra, transforma. Cuando alguien desea profundamente algo —un cambio, un proyecto, una persona, una vida distinta— pone en marcha una cadena de renuncias y movimientos que afectan más que al que desea.

En este sentido, desear es comprometerse. Es iniciar un viaje sin garantía de llegada. Es convocar consecuencias.

Muchas veces, lo que impide que las personas deseen con todo el corazón no es la falta de ambición, sino el miedo. Porque desear de verdad implica enfrentarse al riesgo de que suceda. O peor: al riesgo de que no suceda.

El espejismo del anhelo

Hay deseos que se sostienen porque están lejos. Mientras son solo posibilidad, no confrontan. No obligan. Pero cuando se acercan, empiezan las contradicciones. ¿Realmente quiero esto? ¿O solo me gustaba pensarlo?

Una persona puede pasar años anhelando libertad, pero cuando la obtiene, descubre que estaba más cómoda en su rutina segura. Otra puede soñar con una relación intensa, y al encontrarla, asfixiarse en su propia vulnerabilidad. Otra más desea cambiar de rumbo profesional, y al lograrlo, se enfrenta con el vacío de haber dejado atrás una identidad que la sostenía.

No todos los deseos que tenemos son compatibles con quienes somos. Y ahí reside la tragedia: a veces, conseguir lo que más queríamos nos enfrenta con la verdad de que ya no somos quienes deseaban eso.

El deseo nos desnuda

Desear de verdad es exponerse. No solo al fracaso, sino a la posibilidad de transformación. Es un acto que no deja intacto a nadie. Por eso muchas personas se conforman con deseos tibios. Con anhelos prestados. Con sueños que repiten fórmulas.

Es más fácil desear lo que se espera de uno, que sentarse a preguntarse: ¿Qué quiero realmente, incluso si nadie más lo entiende?

Pero si el deseo es auténtico, duele. No porque sea negativo, sino porque revela. Desear de verdad nos obliga a mirar lo que falta, lo que aún no somos, lo que necesitamos soltar. Y a veces, la imagen que devuelve es incómoda.

La ética del deseo

Hay otra dimensión menos hablada: la del impacto. No todos los deseos, por legítimos que sean, son éticos. Desear sin pensar en las consecuencias —en cómo ese deseo puede afectar a otros, en lo que implica lograrlo— es una forma de narcisismo emocional.

Por eso desear de verdad no solo requiere coraje, sino responsabilidad. No basta con querer algo intensamente. También hay que preguntarse si eso que deseo puede construirse sin destruir, si puede convivir con los otros, si puede sostenerse sin que yo mismo me pierda en el intento.

El deseo auténtico no es solo fuego. Es también brújula.

Deseos cumplidos, vidas alteradas

Muchos relatos culturales giran en torno al "cuidado con lo que deseas". Desde mitos griegos hasta cuentos infantiles, la idea aparece una y otra vez: los deseos cumplidos tienen precio. Midas convierte en oro lo que toca. Pinocho obtiene libertad y paga con soledad. Faust vende su alma por conocimiento.

Estas historias no intentan censurar el deseo. Intentan recordarnos que nada que transforma viene sin costo. Que todo cumplimiento implica una pérdida. Que cuando un deseo se materializa, el mundo alrededor cambia. A veces, irreversiblemente.

El deseo y el tiempo

Otra complejidad del deseo es su dimensión temporal. A menudo deseamos desde una versión pasada de nosotros mismos. Y cuando finalmente obtenemos lo que pedimos, ya no somos los mismos. Es el efecto del tiempo: los deseos envejecen con nosotros, pero no siempre al mismo ritmo.

Por eso, cuando un deseo se cumple tarde, puede doler más que no cumplirse nunca. Porque confronta la pregunta silenciosa: ¿Qué parte de mí deseaba esto? ¿Y qué parte ya no está para disfrutarlo?

Aprender a desear

En lugar de evitar el deseo, quizás lo que necesitamos es aprender a desear mejor. Más conscientemente. Más honestamente. Con menos ilusión de control y más apertura a la incertidumbre.

Desear con madurez es reconocer que no todo lo que queremos nos hace bien. Que el deseo necesita revisión, pausa, incluso acompañamiento. Que no hay deseo sin riesgo, pero tampoco sin aprendizaje.

Y sobre todo, que el deseo no es un capricho pasajero, sino una vía para entender quiénes somos realmente, y hasta dónde estamos dispuestos a llegar por eso.

Conclusión: el deseo como espejo

Hay que tener cuidado con lo que uno desea, no porque el deseo sea malo, sino porque es poderoso. Porque nos define. Porque tiene el potencial de mover los cimientos de nuestra vida. Porque si se cumple, puede dejarnos frente a una nueva pregunta más difícil: ¿Y ahora qué hago con esto?

Desear de verdad no es solo abrir puertas. Es también estar listo para cruzarlas. Es asumir que lo que llega puede doler, cambiar o incluso decepcionar. Pero también, que sin deseo, la vida se apaga.

Desear —de verdad— es tal vez la forma más profunda de estar vivos. Por eso merece respeto. Y también, un poco de cuidado.

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