Escribir para quedarse, aunque sea en las sombras


Escribir es, en esencia, una forma de resistencia. Una lucha silenciosa contra el olvido. En un mundo que corre, que entierra lo vivido bajo la velocidad de lo nuevo, escribir se convierte en el acto de fijar algo que de otro modo se desvanecería: una emoción, una idea, un rostro, una pérdida. Escribir es negarse a desaparecer del todo. Aceptar que la materia se desgasta, que los cuerpos se extinguen, pero que las palabras —si se dicen bien, si se sienten de verdad— pueden sobrevivirnos.

No todos escriben para ser leídos. Muchos escriben porque no saben cómo no hacerlo. Porque algo dentro duele, quema o late tan fuerte que no puede quedarse sin forma. Escribir es dar cuerpo al caos, trazar un mapa del desorden interior. No para exhibirlo, sino para entenderlo.

El cuerpo se va, pero la palabra queda

Cuando muere alguien cercano, algo nos obliga a buscar sus notas, sus cartas, sus mensajes. Releer las palabras que dijo o escribió es como tocar por un instante lo que ya no está. ¿Por qué lo hacemos? Porque en las palabras se guarda algo más que significado: se guarda presencia. Una forma de existencia suspendida.

Quien escribe, deja migas de pan sobre el tiempo. Y esas migas, aunque pequeñas, pueden guiar a alguien —décadas después— de vuelta a un pensamiento, a una época, a una voz. Puede que ya no estemos, pero si alguien nos lee, si alguien se reconoce en nuestras líneas, entonces de algún modo aún habitamos el mundo.

En ese sentido, escribir es dejar una puerta entreabierta.

La pulsión de registrar

No es casual que, en los momentos de crisis o desesperación, muchas personas empiecen a escribir. Diario íntimo, poesía, cartas que nunca se enviarán. Cuando lo exterior se vuelve incomprensible o insoportable, lo interno se convierte en refugio. Y la escritura, en herramienta.

Escribir es registrar: la infancia, la caída, la rabia, la pérdida. Pero no solo para que quede constancia, sino para que no se desdibuje. Para que no se confunda con otra cosa. Para nombrar el dolor antes de que se disuelva o se distorsione.

Muchos sobrevivientes —de guerras, de dictaduras, de duelos— han dicho que escribir fue lo único que les permitió seguir cuerdos. Porque mientras una historia pueda contarse, aunque sea entre lágrimas o con las manos temblando, no está del todo perdida. Y quien la cuenta, tampoco.

La palabra contra la nada

No hay acto más íntimo —y a la vez más audaz— que escribir sobre uno mismo. No porque importe más que las grandes narraciones sociales, sino porque es allí donde la lucha contra la desaparición es más feroz.

Hay algo profundamente humano en querer dejar constancia de nuestra experiencia, por mínima que sea. Es como decir: “Yo estuve aquí. Esto me pasó. Esto sentí.” No por narcisismo, sino por dignidad. Porque nadie debería irse sin haber tenido la oportunidad de nombrarse.

Escribir, entonces, no es solo crear. Es resistir la idea de que todo se diluye. Es intentar fijar, aunque sea por un momento, lo que en cualquier otra forma se iría sin dejar rastro.

La paradoja del anonimato

Curiosamente, muchas de las personas que más han dejado marca a través de sus escritos fueron invisibles en vida. Mujeres silenciadas, migrantes sin nombre, personas marginadas por su clase, su cuerpo o su diferencia. Y sin embargo, ahí están sus diarios, sus cuadernos, sus poemas escondidos. Leídos después, cuando ya no podían defenderse ni explicarse.

A veces se escribe sin saber si alguien leerá. Pero eso no le quita valor al gesto. Hay textos que fueron escritos solo para una misma, pero que hoy son brújulas para otras. Porque escribir también es tender puentes invisibles hacia quien algún día pueda necesitar esas palabras para no sentirse tan solo.

Uno no desaparece del todo si dejó una voz registrada en algún rincón del mundo. Aunque sea en el margen de un libro, en una servilleta, en un archivo olvidado.

Contra el ruido, el trazo íntimo

Vivimos en una era de sobreexposición. Palabras lanzadas al viento a toda hora, muchas veces sin cuerpo ni profundidad. En ese contexto, escribir de verdad —con pausa, con intención, con riesgo— es un acto casi revolucionario.

Es volver al sentido primario de la palabra como herramienta de conexión, no de espectáculo. No se trata de acumular likes ni de producir contenido. Se trata de dejar constancia de una mirada, de un pensamiento que, quizás, no será masivo, pero sí verdadero. Y eso basta.

Porque en medio del ruido, la autenticidad es una forma de permanencia.

¿Por qué escribir, entonces?

Escribir no salva. No cura del todo. No protege contra el olvido universal. Pero sí da forma a la existencia. Permite que lo vivido, lo sentido, lo pensado, no se pierda en el torrente de lo no dicho.

Hay quienes escriben para recordar. Otros, para entender. Algunos, para dejar una huella. Y otros, simplemente para no desaparecer del todo. Porque en cada palabra escrita hay un intento de preservar lo que la vida —por naturaleza— se lleva.

Conclusión

Escribir es una forma de afirmar que se existe. De decir “esto soy” o “esto fui”, incluso si nadie lo lee jamás. Porque lo importante no es solo el destinatario, sino el acto en sí: convertir lo efímero en algo que permanece. Hacer que una parte de nosotros resista al tiempo.

Puede que desaparezcamos físicamente. Que nuestros rostros se olviden, que nuestras voces se desvanezcan. Pero mientras haya una línea escrita con verdad, con amor, con dolor, con pensamiento… esa línea nos sostendrá. Será nuestra forma de seguir, aunque sea en las sombras, aunque sea en la memoria de un desconocido que, al leer, nos dé una nueva vida.

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