Hay amores que solo pueden vivirse en el recuerdo porque en la realidad destruirían todo

Elena siempre supo que había una historia que no podía contarse en voz alta. No porque fuera un secreto vergonzoso, ni siquiera porque fuera prohibida en el sentido clásico, sino porque tenía ese tipo de intensidad que, si se soltaba al mundo, lo arrasaría todo a su paso.

Lo conoció en un momento en que no buscaba nada. Ni compañía, ni aventuras, ni promesas. Estaba bien en su pequeño orden. Había aprendido a ser sola sin resentimiento, y a no esperar demasiado de nadie. Pero entonces llegó Julián, con su forma de mirar como si lo entendiera todo sin preguntar nada, y eso fue el principio de un problema sin solución.

No había nada concreto que les impidiera estar juntos, al menos no al principio. Eran adultos, libres, capaces. Pero ambos venían de historias rotas, de heridas mal cerradas, de promesas que alguna vez habían sido hechas con la convicción de lo eterno y que ahora eran apenas polvo en la memoria. Había, sin embargo, una química entre ellos tan exacta que daba miedo. No era solo atracción: era reconocimiento.

—Te juro que a veces me da la sensación de que te soñé antes de conocerte —le dijo él una noche, mientras fumaban en la ventana de su apartamento.

Y ella no supo si reírse o asustarse.

Estuvieron juntos seis meses. Nunca lo llamaron relación. No lo definieron, porque hacerlo hubiera sido acorralarlo, y lo que tenían no quería estar contenido. Era algo que se vivía como se vive una canción intensa: sabiendo que se va a terminar, pero igual bailándola hasta que duela.

Elena notó pronto que lo suyo con Julián era hermoso, sí, pero también frágil. Como una copa de cristal sostenida por dos manos temblorosas. Discutían por todo y por nada. Se deseaban como si el mundo fuera a acabarse, y luego pasaban días sin hablarse porque ninguno sabía cómo calmar ese fuego que ardía incluso en el silencio.

Él tenía un pasado que no soltaba. Una ex pareja que aún lo llamaba cuando se sentía sola, un hijo pequeño que a veces lo necesitaba más de lo que él sabía dar. Ella tenía una rutina que protegía como quien protege un refugio: orden, soledad elegida, una carrera que amaba y que no pensaba abandonar por nadie.

—No podríamos vivir juntos, ¿sabés? —dijo él una vez, después de hacer el amor como si se estuvieran despidiendo.

—Lo sé —respondió ella—. Pero tampoco puedo dejar de venir.

Y esa era la contradicción: se atraían con una fuerza capaz de borrar lo demás, pero también sabían que ese amor, si lo traían a la vida cotidiana, lo destruiría todo.

La última vez que se vieron no lo sabían aún. Fue una noche cualquiera. No hubo pelea, ni despedida formal. Solo una conversación donde ambos entendieron, en un silencio compartido, que se estaban haciendo daño sin querer.

—Creo que nos estamos rompiendo —dijo ella.

—Sí, pero sin rompernos del todo. Eso es lo peor —respondió él.

Y así fue como comenzó el alejamiento: sin culpas claras, sin enemigos externos. Solo la certeza de que lo suyo no podía sobrevivir a la rutina, a los horarios, a las expectativas que el mundo exige a los amores formales. Porque lo que ellos tenían no era de este mundo. Era de otro plano. Uno donde el amor no tenía que enfrentarse a la realidad.

Pasaron los años. Elena siguió con su vida. Se enamoró de otro, de alguien tranquilo, que la miraba sin tormentas en los ojos. Fue feliz, aunque en un modo más estable, menos ardiente. Tuvo un hijo, cambió de ciudad, se convirtió en alguien que hubiera resultado desconocida para la Elena de antes.

Pero cada tanto, en las madrugadas en que el insomnio no la dejaba en paz, pensaba en Julián. No como una herida abierta, sino como una cicatriz que se tocaba para comprobar que aún estaba allí.

Él también siguió con su vida. Alguna vez supo de él por amigos en común. Se había casado, se había mudado, había tenido otro hijo. Pero incluso cuando hablaban de él en pasado, como si hubiera sido solo una anécdota, ella sabía que lo que vivieron no era algo que pudiera archivarse del todo.

Un día, más de una década después, lo encontró en una estación de tren. Fue casualidad, como suelen ser estos reencuentros que parecen escritos por el destino.

Se reconocieron al instante.

—Elena —dijo él, y su voz fue como una llave abriendo una puerta que ella no sabía que seguía cerrada.

—Julián —dijo ella, con un temblor en el estómago que la hizo sentirse de nuevo como aquella mujer de treinta años que fumaba en una ventana.

Se abrazaron. No por nostalgia, sino por gratitud.

Hablaron media hora. Rieron. Se miraron. Él ya no tenía la mirada de antes, pero aún quedaba algo intacto. Ella también había cambiado, pero en su risa aún estaba la chispa de aquellos días.

—¿Sabes qué pienso a veces? —dijo él, antes de despedirse—. Que si hubiéramos intentado quedarnos juntos… nos habríamos arruinado.

—Sí —asintió ella—. Y por eso fue hermoso.

Se fueron sin intercambiar teléfonos. No hacía falta. Lo que tenían ya no era presente. Pero tampoco era olvido.

Esa noche, Elena escribió en su diario:

“Hay amores que solo pueden vivirse en el recuerdo porque en la realidad destruirían todo. No porque fueran malos, sino porque eran demasiado. Como el fuego que da calor, pero también arrasa. Como una melodía perfecta que, si la repites demasiado, pierde su magia. Y hay que saber cuándo guardar la canción.”

Luego cerró el cuaderno, apagó la luz, y se durmió con una paz nueva. No porque lo hubiera superado, sino porque, por fin, lo había entendido.

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