Hay decisiones que duelen incluso cuando son correctas


Hay una contradicción silenciosa que atraviesa muchas decisiones humanas: la idea de que lo correcto, por serlo, no debería doler. Pero la experiencia, la íntima, la que no cabe en fórmulas ni en frases de autoayuda, demuestra que hay elecciones que parten el alma aun cuando son necesarias, justas o inevitables. Porque no toda verdad es amable, ni todo acto de integridad viene sin costo.

Decidir lo correcto puede significar renunciar. Cortar. Aceptar. O incluso alejarse. No por falta de amor, sino por exceso de claridad. No por cobardía, sino por saber, con dolorosa certeza, que quedarse sería más destructivo que partir. Hay relaciones que se terminan no por falta de sentimiento, sino porque el amor ya no construye. Hay empleos que se dejan con el corazón en la garganta porque la dignidad vale más que un salario. Hay lugares que se abandonan porque seguir ahí implicaría traicionarse.

Y todo eso, por más legítimo que sea, duele.

La cultura de la eficacia ha instalado la fantasía de que una decisión “correcta” trae consigo paz inmediata. Como si el acto moral fuera compensado al instante por una especie de armonía interna. Pero no siempre ocurre así. A veces lo correcto deja una herida. A veces libera… pero a un precio. Porque tomar decisiones importantes implica, en la mayoría de los casos, perder algo. Y toda pérdida, incluso cuando es voluntaria, deja un duelo.

Ese duelo es incómodo porque no encaja en el discurso del “yo elegí esto”. Como si haber elegido de forma consciente invalidara el dolor posterior. Como si el sufrimiento solo fuera legítimo cuando nos arrebatan algo, y no cuando lo soltamos por nuestra propia mano. Pero soltar también hiere. Porque amar también es desear que no sea necesario soltar. Porque querer bien también es querer quedarse. Y sin embargo, a veces, el acto de mayor amor es irse.

En contextos afectivos, esto se vuelve especialmente complejo. Hay vínculos donde el respeto propio exige límites. Donde el afecto no justifica el daño. Donde seguir esperando sería una forma lenta de traición a uno mismo. Y ahí, decir “basta”, aún con ternura, es una forma de duelo. No siempre se puede explicar. No siempre se puede justificar sin parecer cruel. Porque lo correcto, visto desde afuera, a menudo luce frío. Pero solo quien carga con la decisión sabe el precio emocional de sostenerla.

Y hay otro nivel, más silencioso aún: las decisiones internas. Esas que no se ven, pero pesan. Decidir dejar de esperar una disculpa. Dejar de buscar una aprobación. Dejar de aferrarse a un ideal. Asumir que algo no va a ser como uno soñaba. Que una etapa terminó. Que una persona no va a cambiar. Que uno mismo, incluso, ya no es quien pensaba. Esas son decisiones pequeñas y enormes al mismo tiempo. No se celebran, no se anuncian. Pero transforman. Y duelen.

Una parte del sufrimiento humano no proviene del error, sino de la conciencia. Del saber que se está haciendo lo debido… y que aun así, el pecho aprieta. Del comprender que hay cosas que ya no encajan, que ciertos caminos no pueden seguir compartidos. Que el crecimiento implica, a veces, elegir entre dos formas legítimas de vivir… y soltar una.

En el ámbito ético, profesional, incluso social, este dilema se intensifica. Tomar decisiones correctas en un sistema que castiga la ética puede dejar a la persona aislada. Denunciar, resistir, decir que no, hablar cuando todos callan: actos necesarios, valientes, pero no por eso menos solitarios. A veces lo correcto implica incomodar, romper pactos tácitos, desafiar estructuras. Y eso no solo duele… puede costar.

Por eso, el mito de que “si duele, entonces no es lo correcto” es tan peligroso. Porque deslegitima el dolor como parte natural del discernimiento. Porque nos deja sin consuelo cuando, tras hacer lo que debíamos, nos sentimos tristes, vacíos o rotos. Como si el dolor fuera prueba de error, y no de humanidad.

Aceptar que hay decisiones que duelen incluso cuando son correctas es una forma de madurez. Es entender que la ética no garantiza la felicidad inmediata. Que la coherencia no siempre trae alivio, al menos no en el corto plazo. Que hacer lo que toca no siempre significa sentirse bien. Pero también es saber que, con el tiempo, esas decisiones duelen menos que haberse traicionado. Que haber permanecido en lo insostenible. Que haber callado lo que era preciso decir.

A veces se necesita más fuerza para actuar en contra del deseo que para rendirse a él. Más coraje para romper que para sostener. Y más integridad para decir adiós que para fingir permanencia.

En el fondo, estas decisiones duelen no porque sean incorrectas, sino porque son honestas. Y la honestidad, cuando se cruza con el amor, con la lealtad o con el sueño, no siempre consuela. A veces sólo deja la certeza de que se hizo lo que había que hacer. Y eso, aunque no abrace, al menos da raíz.

El tiempo no borra el dolor de lo correcto. Pero le da forma. Le da contexto. Y si se tiene paciencia, también le da sentido.

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