Hay vacíos que no se llenan, solo se aprenden a rodear
En una sociedad que constantemente nos empuja a “llenar”, la idea de que hay vacíos que no pueden completarse resulta incómoda. Se nos enseña a buscar respuestas, soluciones, sustitutos. Si algo falta, hay que conseguirlo. Si alguien se va, hay que reemplazarlo. Si duele, hay que anestesiar.
Pero hay vacíos que no admiten sustitutos. Vacíos que no son errores a corregir, sino huellas profundas que forman parte de nuestra configuración emocional. No todo lo que se rompe puede arreglarse; no todo lo que se pierde puede recuperarse. A veces, simplemente, hay que aprender a convivir con el hueco.
Y eso no es resignación: es sabiduría.
El mito de la completud
Vivimos bajo la ilusión de que, en algún punto, llegaremos a estar completos. Que acumulando experiencias, afectos, logros o vínculos, alcanzaremos una especie de plenitud estable. Sin embargo, ese ideal no se corresponde con la experiencia humana real.
El dolor, la ausencia, la pérdida, el desencuentro… son inevitables. Son parte del recorrido. Y por más que intentemos negarlos, cubrirlos o decorarlos, están ahí. Y lo estarán.
La completud no está en no tener vacíos, sino en no convertirlos en abismos.
Los vacíos no siempre se ven
No todos los vacíos son visibles. No todos tienen nombre. Algunos se sienten como nostalgia sin causa. Otros como cansancio que no se va con el sueño. Como una tristeza sorda, una incomodidad persistente, una sensación de estar “fuera de lugar” incluso en medio del hogar.
Hay vacíos que provienen de lo que nunca tuvimos, no solo de lo que perdimos: la palabra que no llegó, el amor que no supimos recibir, la infancia que nos fue negada, el reconocimiento que se postergó para siempre.
Y contra esos vacíos no hay forma de lucha frontal. No hay nada que reemplace lo que nunca estuvo. Solo el aprendizaje de cómo vivir alrededor.
Rodear, no llenar
Rodear un vacío no es ignorarlo, ni taparlo, ni disfrazarlo. Es reconocer su forma, su peso, su presencia. Es aprender a caminar con él. A no tropezar cada vez. A saber por dónde pasa. A no construir la casa sobre esa grieta.
Es como aprender a vivir con una cicatriz. No desaparece. No duele siempre. Pero está.
Y con el tiempo, rodearla se vuelve parte del mapa interno. Aprendemos a dibujar vida alrededor. A florecer en los bordes.
El error de la sustitución
Muchas veces, por desesperación o por mandato cultural, intentamos llenar vacíos con cosas o personas que nada tienen que ver con el origen del hueco. Así nacen las relaciones dependientes, las adicciones, los éxitos compulsivos, el consumo excesivo.
Creemos que más será suficiente. Que el ruido calmará el silencio. Que lo nuevo borrará lo viejo.
Pero tarde o temprano, el vacío reclama su lugar. Porque no se trata de cantidad, sino de calidad. No se trata de cubrir, sino de comprender.
Y comprender no significa resolver. A veces solo implica aceptar que eso —lo que falta, lo que dolió, lo que nunca se dio— forma parte de lo que somos.
Una historia sin nombres
Imaginemos a alguien que perdió a su madre demasiado joven. Que creció entre ausencias y palabras no dichas. Que aprendió a cuidar antes de aprender a pedir. Durante años buscó en sus relaciones afectivas la calidez que nunca conoció. Cada ruptura era más que una pérdida: era una repetición. Y cada nuevo intento, una ilusión de que por fin alguien llenaría el lugar que quedó vacío.
Con el tiempo, comprendió que no era responsabilidad de nadie ocupar ese espacio. Que no se trataba de encontrar el reemplazo perfecto, sino de dejar de buscarlo. No con resignación, sino con amor propio.
Empezó a rodear ese vacío con gestos simples: escribir cartas que no enviaba, cuidar a otros sin descuidarse, hacerse cargo de su propio consuelo. Y un día, sin saber cómo, ese vacío dejó de doler. No porque se llenó, sino porque dejó de ser herida y se convirtió en historia.
Una mirada crítica
Nuestra cultura promueve la cultura del "completo": cuerpos sin marcas, biografías sin pausas, historias sin fracturas. Nos incomodan las ausencias, nos angustian los silencios. Vivimos como si la plenitud fuera el estado natural y el dolor, una excepción.
Pero es exactamente al revés: el ser humano se forma en torno al límite. A lo que falta. A lo que duele. A lo que no fue. Somos, en gran parte, resultado de lo que aprendimos a hacer con nuestras carencias.
Por eso, rodear un vacío no es debilidad. Es madurez. Es renunciar a la fantasía infantil de que todo puede completarse, y abrazar la vida tal como es: llena de bordes, de pausas, de huecos sagrados.
Los vacíos también enseñan
No es fácil, ni rápido. Requiere trabajo interior, reflexión, a veces acompañamiento terapéutico. Pero con el tiempo, el vacío deja de ser amenaza y se vuelve guía.
Nos enseña qué no queremos repetir. Qué sí valoramos. Qué tipo de vínculo merece nuestra atención. Nos vuelve más compasivos con los vacíos ajenos. Más pacientes con los procesos. Más capaces de ver la belleza en lo imperfecto.
El vacío no nos hace menos. Nos hace humanos.
Conclusión
"Hay vacíos que no se llenan, solo se aprenden a rodear" no es una frase triste. Es una verdad madura. Es un recordatorio de que no todo tiene que resolverse para que la vida sea digna de ser vivida. Que la plenitud no está en no sentir dolor, sino en saber convivir con él sin que nos destruya.
El vacío que no se puede llenar puede ser, también, un espacio donde nazca otra forma de comprensión. Una versión más honesta de nosotros mismos. Una vida que ya no se trata de buscar afuera lo que faltó adentro, sino de construir con lo que hay… incluso con el hueco.
Porque a veces, lo que falta no es el fin de algo. Es el comienzo de otra forma de estar en el mundo.
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