La Jaula Que Elige la Memoria
La memoria no es un archivo confiable ni un espejo del pasado. Es más bien una criatura viva, indómita, que no responde a la voluntad sino a sus propios impulsos. Tiene apetitos extraños. Guarda lo que no se le pide y olvida lo esencial. Regresa cuando uno quiere paz, se esconde cuando uno busca respuestas. Es, en muchos sentidos, un animal salvaje domesticado a medias por la conciencia, pero que nunca deja de morder.
Y no solo muerde, también elige. Elige qué retener, qué distorsionar, qué callar. A veces por protección. A veces por conveniencia. Y otras, por simple azar. La memoria no es justicia ni cronología. No está al servicio de la verdad objetiva. Está al servicio de la supervivencia emocional. Y por eso puede ser traicionera.
Se habla con frecuencia del olvido como falla, como vacío. Pero en realidad el olvido es una forma activa de construcción. Lo que no recordamos también nos define. Porque lo que queda es, de algún modo, lo que hemos dejado ganar. La memoria, como animal, se acomoda en su jaula: esa selección subjetiva de recuerdos que repetimos, transformamos y, con el tiempo, creemos inalterables. Como si hubieran sido así desde el principio. Como si no los hubiéramos alimentado con nuestras emociones, miedos, rencores o deseos.
Hay personas que viven presas de sus recuerdos más dolorosos. No porque así lo deseen, sino porque su memoria ha elegido esa jaula. No importa cuántos años pasen, qué tan lejos se esté de aquel acontecimiento: la memoria vuelve y vuelve, con los mismos gestos, las mismas frases, el mismo sabor a derrota. No porque no haya más que recordar, sino porque esa escena se ha convertido en el núcleo alrededor del cual se organiza la identidad. A veces, somos la repetición de una sola herida.
Pero también hay quien vive protegido por su capacidad de olvidar. Personas que, sin proponérselo, tienen un talento inconsciente para enterrar lo que incomoda. No se trata de amnesia, sino de omisión selectiva. Su memoria elige otra jaula: una más amable, más fácil de habitar. El precio es la disonancia, la sensación de que algo falta, de que hay preguntas sin formular y respuestas que nunca llegarán. A veces el silencio es solo la sombra del olvido que hemos practicado con tanto esmero.
Lo problemático no es que la memoria seleccione, sino que no avisa. Uno puede pasar la vida creyendo que recuerda algo tal como fue, hasta que un día aparece otro testigo, otra versión, otro matiz. Y todo cambia. Porque la memoria no es un hecho, es una interpretación que se reescribe cada vez que la evocamos. Como un animal que sale de su jaula por las noches, explora, reorganiza y vuelve a entrar, distinta.
Esto se agrava cuando la memoria colectiva entra en juego. Las naciones, los grupos, las familias también eligen qué recordar. Y casi siempre lo hacen desde el poder. Las fechas oficiales, los relatos fundacionales, las “versiones aceptadas” del pasado común no son verdades, sino jaulas colectivas que se han reforzado con generaciones de repetición. Lo que no entra en la historia oficial se convierte en olvido. O en resistencia.
Por eso, toda memoria es política. Incluso la íntima. Porque recordar es decidir qué merece ser contado. Y callar es una forma de consentimiento. Cuando uno elige recordar solo el dolor, también está dejando fuera las pequeñas luces. Cuando uno se aferra al brillo del pasado, quizás esté negando los costos que tuvo. La memoria, en ese sentido, puede ser tan reveladora como mentirosa.
¿Y qué ocurre cuando la memoria se rebela? Cuando, sin aviso, retorna algo que creíamos superado, enterrado, clausurado. Ese olor, esa frase, ese lugar que enciende una escena entera. Como si el cuerpo hubiera sido cómplice. Porque lo es. La memoria no vive solo en el cerebro, también habita en los gestos, en la piel, en las emociones que se activan sin lógica aparente. Uno cree que tiene dominio sobre lo que recuerda… hasta que el cuerpo lo contradice.
No es raro entonces que la memoria duela. Que el pasado, revivido, interrumpa el presente con la precisión de una herida que nunca cerró del todo. Y ese dolor no es siempre destructivo. A veces es necesario. A veces es el precio de la lucidez. Pero debe saberse que recordar, en ocasiones, implica volver a elegir la jaula. A veces se recuerda para comprender. A veces, para no repetir. Pero otras tantas, se recuerda para castigarse.
Y ahí está el punto crítico: no se trata de negar la memoria, ni de demonizarla. Se trata de reconocer que no es neutra. Que tiene agencia. Que hay que convivir con ella como se convive con una bestia a la que se ha aprendido a alimentar con cuidado. Que hay que vigilarla, interrogarla, desafiarla. Porque si no, termina domesticándonos.
Las terapias, las confesiones, la escritura, el arte… muchas veces son intentos de negociar con esa memoria. De entender qué jaula ha elegido y por qué. A veces se logra cambiarla. A veces no. Pero ya el acto de mirar hacia adentro y cuestionar lo que uno recuerda, y cómo lo recuerda, es un gesto de libertad.
Porque si bien no podemos evitar que la memoria sea caprichosa, sí podemos hacer el esfuerzo de no vivir enteramente sometidos a ella. Podemos intentar que, al menos, la jaula sea un poco más grande. O que tenga una puerta entreabierta.
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