La memoria no guarda películas, guarda fotografías
La memoria no guarda películas. No es un flujo continuo, no tiene principio, nudo y desenlace. Guarda fotografías: recortes, escenas congeladas, emociones incrustadas en un solo segundo. A veces nítidas como un espejo, otras borrosas como un sueño mal recordado. Pero siempre, de algún modo, nos habitan.
Emma lo entendió un martes por la tarde, mientras ordenaba una caja de fotos viejas en casa de su abuela. Había vuelto al pueblo tras muchos años, luego de la muerte de su madre. Las habitaciones olían igual: a madera envejecida, a polvo manso, a historia sin contar. Allí, entre retratos descoloridos y cartas dobladas, encontró una imagen suya a los siete años. Estaba sentada junto a su madre en la banca del parque, ambas riendo, con un helado derritiéndose en sus manos. No recordaba el día. No recordaba por qué reían. Pero sí recordaba el calor de la mano de su madre sobre su espalda, su voz diciendo: “así está bien, así es suficiente”.
Nada más. Solo eso.
Y sin embargo, ese instante bastó para hacerla llorar.
¿Cómo puede la memoria decidir, de entre miles de momentos, cuál conservar con tanta fidelidad? ¿Por qué recuerda ese día y no otro? ¿Qué misterio selecciona esas fotografías internas que después nos siguen toda la vida?
Un estudio de la Universidad de Toronto (2008), publicado en Nature Reviews Neuroscience, explica que el cerebro no archiva recuerdos como un grabador de video. Al contrario, lo hace mediante fragmentos emocionales: lo que más nos impactó, lo que nos generó afecto, miedo o sorpresa. Por eso los recuerdos más vívidos no suelen ser los más importantes objetivamente, sino los más cargados emocionalmente.
Por eso Emma no recordaba el cumpleaños número doce, ni la fiesta de graduación, ni el viaje a la playa. Pero sí recordaba el olor a shampoo de su madre cuando la abrazaba de noche. El sonido exacto del timbre de casa. El sabor de las galletas que hacían juntas cada diciembre. Imágenes pequeñas. Pero decisivas.
Las películas son lineales. Tienen lógica. Pero las fotografías del alma no. Aparecen sin aviso, como una ráfaga. A veces en mitad de un día común. Como aquella vez que Emma entró en una panadería cualquiera en Madrid y una canción antigua empezó a sonar. Bastó una sola nota para transportarla veinte años atrás, al auto de su padre, a los viajes de carretera donde todos cantaban sin saber la letra. De repente, ahí estaba ella, niña otra vez, feliz y sin saberlo. Bastó un segundo para que el pasado invadiera el presente como una ola.
Y es que no hace falta recordar todo. Basta con una imagen para que regrese todo lo que sentíamos entonces.
Los recuerdos no se construyen con lógica, sino con sensación. Y eso, muchas veces, es un regalo… pero también una condena.
Porque la memoria también guarda fotografías que duelen. La puerta cerrándose sin palabras. Una cama vacía. Una carta rota en una mesa. El sonido exacto de una voz que ya no volverá. A veces esas imágenes se repiten como ecos, como si el dolor se reimprimiera en la piel cada vez que las evocamos.
Emma también llevaba esas fotos consigo. Las escondía en lo más hondo, pero sabía que estaban ahí. Sabía que había momentos que la habían marcado más por lo que se truncó que por lo que fue. Años después, una psicóloga le dijo: “no estás triste por lo que pasó, estás triste por lo que no pudo ser”. Y entendió. Porque la memoria no sólo captura lo vivido, sino lo que imaginamos, lo que esperábamos, lo que soñamos y no ocurrió.
Hay algo profundamente humano en vivir entre esas imágenes. Y también algo profundamente solitario. Nadie tiene exactamente las mismas fotos internas que tú. Ni siquiera los que estuvieron en el mismo momento. Porque la memoria no es objetiva: es interpretación, es emoción, es percepción subjetiva. Dos hermanos pueden recordar una misma tarde de infancia de formas completamente opuestas. Porque uno recuerda el viento, y otro, el grito. Uno recuerda la risa, y otro, la herida.
Por eso, cuando compartimos un recuerdo con alguien y coincide, sentimos una conexión especial. Como si, por un momento, nuestras fotografías se superpusieran y dijeran: “sí, esto fue real. Yo también lo llevo dentro”.
Emma, al descubrir aquella imagen antigua en casa de su abuela, sintió ese ancla. Comprendió que tal vez no necesitaba recordar todo su pasado con claridad para saber quién era. Bastaban esos fragmentos. Esas fotografías dispersas, pero intensas, que le recordaban que había sido amada, herida, contenida, abandonada y, sobre todo, que había vivido.
Más tarde, comenzó a escribir. No grandes novelas ni memorias extensas. Solo instantes. Breves relatos de esos recortes internos. Le llamaba “álbum invisible”. Cada texto una imagen, un olor, una voz. Cada uno, una forma de decir: “esto fui, esto sentí, esto aún me habita”.
Preguntas que surgen
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¿Cuáles son las “fotografías” que tu memoria conserva con más nitidez?
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¿Has intentado escribir o hablar sobre ellas, para darles un lugar fuera de ti?
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¿Hay imágenes que cargas y que te impiden avanzar? ¿Podrías dejarlas descansar?
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Ejercicio de evocación emocional: Cierra los ojos y piensa en un recuerdo feliz. No trates de reconstruir la historia completa, solo céntrate en un momento, un detalle. Luego, escríbelo como si fueras un fotógrafo de palabras.
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Diálogo con el recuerdo doloroso: Elige una imagen interna que aún te duela. Escríbela desde tu perspectiva actual. Pregúntate qué sentiste, qué aprendiste, qué sigue resonando en ti. No se trata de borrarla, sino de integrarla.
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Álbum simbólico: Crea una carpeta (física o digital) con objetos, frases, canciones o imágenes que representen tus memorias más significativas. No importa si los demás no las entienden. Es tu forma de honrar tu historia.
La memoria no guarda películas. No importa cuánto deseemos tener acceso a un archivo completo de nuestro pasado. No lo necesitamos. Porque lo que nos construye no es la totalidad, sino las piezas. Somos mosaicos de momentos intensos. Fotografías vivas. Imágenes que, por alguna razón, decidieron quedarse.
Y tal vez, justo ahí —en esas escenas fugaces, en esas emociones congeladas— es donde reside lo más verdadero de quienes somos.
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