Todas las versiones en un solo cuerpo

El cuerpo no olvida.

Aunque la mente se empeñe en borrar, silenciar, enterrar; aunque construyamos nuevos relatos, nuevas máscaras, nuevas formas de presentarnos al mundo, el cuerpo sigue ahí, fiel a su memoria ancestral, registrando en sus tejidos todo lo que hemos sido.

Las rodillas saben cuántas veces nos arrodillamos, por amor, por miedo, por plegaria o rendición. Las manos recuerdan los objetos que soltaron cuando ya no había más que sostener. La espalda, ese muro silencioso, carga no solo con peso físico, sino con las tensiones que nunca se dijeron, con las responsabilidades que no se compartieron, con los duelos que no encontraron palabras.

A veces creemos haber cambiado. “Ya no soy esa persona”, decimos. Y en parte es cierto. Pero en lo más profundo, algo permanece. Una huella, una vibración, un temblor leve que nos dice que cada versión de nosotros sigue viviendo adentro. Que la niña que fuimos aún llora en la oscuridad cuando la soledad se hace muy grande. Que el adolescente aún tiembla cada vez que alguien le grita. Que el adulto joven que amó con ingenuidad todavía sonríe cuando suena cierta canción.

Valeria lo entendió una tarde cualquiera, mientras se probaba ropa vieja que encontró en una caja en casa de su madre. Al ponerse aquel vestido corto de hace quince años, no solo recordó cómo le quedaba, sino cómo se sentía dentro de él. No era solo tela, era una cápsula del tiempo. En ese vestido estaba la chica que pensaba que el amor era incondicional, que todavía creía que podía salvar a todos, que no sabía poner límites.

Se miró al espejo y, aunque su cuerpo había cambiado, el recuerdo seguía allí. Y sintió ternura. No por la ropa, sino por ella misma. Por todas las versiones que había habitado. Por todo lo que había vivido con ese mismo cuerpo que ahora la miraba de vuelta.

El cuerpo guarda las cicatrices, visibles e invisibles. La cesárea que trajo a un hijo al mundo. La rodilla que cruje cada vez que llueve, recordando una caída tonta. El pecho que se aprieta con ciertas noticias. El cuello que se tensa al escuchar el nombre de alguien que ya no está.

Incluso cuando olvidamos con la mente, el cuerpo recuerda. Y por eso, a veces, duele sin razón aparente. De repente, una tristeza sin origen. Una angustia que no sabemos explicar. Tal vez no es de ahora. Tal vez es de otra versión de nosotros mismos que aún necesita ser escuchada.

Un estudio publicado en Frontiers in Psychology explica que el cuerpo, a través del sistema nervioso, responde emocionalmente a eventos traumáticos incluso décadas después. Esto se llama “memoria somática”. Es decir, nuestras células recuerdan. Y ese recuerdo puede manifestarse como insomnio, ansiedad, contracturas o enfermedades psicosomáticas.

Pero no todo es trauma. También está la belleza. El cuerpo también guarda los abrazos que nos devolvieron el aliento, los besos que hicieron que la piel vibrara, la risa que nos dobló de alegría. Cada uno de esos momentos sigue ahí. En los músculos, en la respiración, en la postura. Somos una suma de gestos antiguos.

¿Cuántas versiones de ti mismo crees que han habitado tu cuerpo?

El que fuiste cuando creías que el mundo era seguro. El que fuiste cuando tuviste que aprender a defenderte. El que fuiste cuando te enamoraste por primera vez. El que rompieron. El que rompió. El que lloró a escondidas. El que aprendió a sanar.

Cada uno dejó una huella. Y aunque hayamos cambiado, aunque hoy nos vistamos distinto, amemos distinto, pensemos distinto, ellos siguen dentro. A veces como fantasmas. A veces como guardianes. A veces como niños que esperan ser abrazados.

Carlos, un terapeuta corporal, solía decir a sus pacientes: “Antes de hablar, escuchemos al cuerpo”. Y era increíble lo que surgía. Personas que pensaban que estaban “bien”, pero que al realizar un ejercicio corporal se quebraban. El llanto llegaba sin aviso. Y no era tristeza del presente, sino de algo no dicho, no llorado, no resuelto.

El cuerpo, decía Carlos, es el diario que nunca dejamos de escribir.

Pero ¿Qué hacemos con todo eso que fuimos?

No podemos desecharlo. No podemos amputarlo. Lo que podemos hacer es integrarlo. Agradecerlo. Reconocerlo. Entender que si hoy estamos de pie es porque todas esas versiones anteriores lo estuvieron antes. Incluso las que se cayeron. Especialmente esas.

A veces nos exigimos ser fuertes, eficientes, felices. Pero no nos damos cuenta de que esa exigencia pasa factura. El cuerpo, en su sabiduría, empieza a gritar cuando ya no lo escuchamos. Dolor de estómago. Insomnio. Espalda tensa. Fatiga crónica.

No es debilidad. Es comunicación. Es una parte de nosotros diciendo: “Hay algo que no estás atendiendo”. Tal vez esa versión de ti que tuvo miedo y no pudo contarlo. Tal vez ese duelo que nunca lloraste. Tal vez ese deseo que silenciaste durante años.

Honrar al cuerpo es honrar nuestras múltiples existencias. No solo las versiones que celebramos, sino también las que nos avergüenzan. Las que intentamos olvidar. Las que creemos que “ya superamos”.

Porque al final, no se trata de superar. Se trata de integrar. 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido