A veces el silencio no es calma, es represión disfrazada de paz


Hay silencios que sanan, sí. Silencios que permiten respirar, pensar, ordenar. Silencios que cuidan, que abrigan, que ofrecen un espacio donde la palabra sería una intrusión. Pero no todos los silencios nacen del equilibrio. No todos son voluntarios, ni saludables. Algunos —los más peligrosos— se imponen como una forma de control, de miedo, de estrategia. Y en esos casos, el silencio deja de ser descanso y se convierte en disfraz: una paz falsa, precaria, rota por dentro.

Vivimos en culturas que muchas veces exaltan el silencio como virtud. “Calla para no empeorar las cosas”, “mejor no hablar de eso”, “lo pasado, pisado”. Se normaliza no decir lo que se siente, se piensa o se teme, bajo la lógica de que “la armonía” debe preservarse a toda costa. Pero esa armonía no es paz: es anestesia. Y esa anestesia suele tener un costo emocional profundo, que se acumula en los cuerpos, en las miradas, en las habitaciones que guardan lo que nunca se dijo.

Callar no siempre es prudencia. A veces es imposición. Es miedo a romper un equilibrio falso. Es saber que si uno alza la voz, algo se resquebraja —una relación, una estructura, una imagen. Entonces uno traga, oculta, pospone. Hasta que el silencio ya no es opción, sino cárcel. Porque eso hace la represión emocional: te convence de que hablar es peligroso, y que callar es madurez. Te hace sentir culpable por necesitar decir lo que te duele.

Ese tipo de silencio se da en muchos niveles: familiar, social, institucional. Está en la pareja que evita discusiones porque “mejor estar bien que tener razón”, aunque el resentimiento crezca. Está en el niño que aprende a no llorar para no incomodar. Está en los trabajadores que callan abusos para no perder el empleo. Está en los países que no hablan de sus heridas históricas, en nombre de una “unidad” que solo existe para no confrontar la verdad.

Y es que hay una idea profundamente peligrosa en la noción de paz como ausencia de conflicto. La verdadera paz no es la que evita el conflicto, sino la que lo enfrenta sin violencia. La paz que exige silencio a cambio de convivencia no es paz: es sumisión. Es una apariencia que se mantiene a costa del bienestar emocional de quienes no pueden decir lo que sienten sin ser acusados de exagerar, de dramatizar, de “romper la armonía”.

Lo más problemático es que estos silencios sostenidos generan un daño lento, pero persistente. Las palabras no dichas no desaparecen. Se transforman en tensiones, en enfermedades psicosomáticas, en distancias que nadie sabe explicar. Lo que no se habla se vuelve síntoma. El cuerpo empieza a decir lo que la boca no puede. Y esa supuesta calma se convierte en un campo minado: basta un comentario, un gesto fuera de lugar, para que todo estalle.

En contextos de violencia —doméstica, institucional o simbólica— el silencio es uno de los primeros síntomas de dominación. Cuando se castiga la palabra, se mutila la subjetividad. Por eso las víctimas callan: porque temen. Porque han aprendido que decir su verdad no las protege, sino que las expone. Y así, se instala la trampa: mientras no hables, parecerá que todo está bien. Pero dentro, algo se pudre.

El problema es que ese silencio no solo daña a quien lo vive. También contamina las relaciones, las comunidades. Se normaliza no hablar, no preguntar, no confrontar. Y en ese mutismo generalizado, se pierde la posibilidad de transformación. Porque lo que no se nombra, no se cuestiona. Y lo que no se cuestiona, no cambia.

Hablar no siempre es cómodo, pero es necesario. No hay vínculo sano que se sostenga solo sobre silencios. No hay comunidad que se construya ignorando sus propias grietas. Romper el silencio, aunque duela, es un acto de honestidad. Y muchas veces, también de resistencia.

Por supuesto, no toda palabra es liberación. Hay discursos que hieren más que cualquier silencio. Pero eso no significa que callar sea la solución. Significa que hay que aprender a hablar con conciencia, con empatía, con profundidad. Significa que la palabra también debe ser cultivada como una herramienta ética, no solo como catarsis.

El reto es grande. Porque romper el silencio impuesto implica riesgo. Implica asumir que tal vez no habrá comprensión inmediata, ni reconocimiento. Pero también abre la puerta a algo más: al alivio. A la posibilidad de una paz real, no maquillada. Una paz que no dependa del miedo, sino del entendimiento.

Hay casas en las que el silencio suena más fuerte que cualquier grito. Hay relaciones que se sostienen solo porque nadie se atreve a decir lo que realmente siente. Hay sociedades enteras que prefieren olvidar en lugar de reparar. Y en todos esos escenarios, el precio de la falsa calma es la salud emocional de quienes cargan con lo no dicho.

Porque a veces, lo que parece tranquilo es solo el reflejo de lo que no se ha permitido estallar.

Y eso no es paz. Es represión.

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