A veces no nos rompen, solo nos doblan en silencio
No siempre el dolor hace ruido. A veces se instala con tanta sutileza que cuesta incluso nombrarlo. No hay grito, no hay explosión. Solo un leve desplazamiento interno, una torsión apenas perceptible que va transformando la forma en que uno se sostiene. No es fractura, es flexión. No es caída, es desvío. Y en ese gesto sin dramatismo está el verdadero riesgo: que uno puede no notar que se ha doblado… hasta que ya no sabe cómo volver a enderezarse.
Vivimos en una cultura que entiende el sufrimiento como algo visible, evidente, escandaloso. Nos conmueven los colapsos, los finales abruptos, los quiebres públicos. Pero rara vez reparamos en ese dolor callado que no derrumba, pero cambia la estructura desde adentro. Nos acostumbramos a la presión constante, a la exigencia emocional, al agotamiento acumulado. Lo normalizamos. Y ahí está el problema.
Porque el cuerpo sigue funcionando, la voz sigue respondiendo, la sonrisa sigue apareciendo en reuniones, en fotos, en conversaciones. Todo parece seguir igual. Pero algo en el centro ya no está recto. Algo ha cedido, aunque nadie lo haya notado. Ni siquiera uno mismo.
Es fácil romantizar la resiliencia. Admiramos a quienes “siguen de pie” pese a todo. Pero, ¿a qué costo? Hay un tipo de fortaleza que no es virtud, sino mecanismo de defensa. Resistir sin registrar el daño puede ser tan peligroso como quebrarse. Porque lo que no se rompe, se acumula. Y lo que se acumula, en algún punto, estalla.
Ese “doblarnos en silencio” no ocurre de golpe. Es gradual. Puede comenzar con un “no pasa nada” dicho demasiadas veces. Con un “puedo con esto” que se convierte en obligación permanente. Con un “mejor no hablo” que se repite cada vez que sentimos que no seremos escuchados. Así, cada silencio es una pequeña cesión. Cada omisión, un centímetro menos de espacio interno. Y cuando nos damos cuenta, ya no habitamos nuestro propio cuerpo como antes. Algo se ha reconfigurado para sostener el peso que nunca se repartió.
Hay muchos tipos de silencios: el que protege, el que oculta, el que paraliza. Pero el silencio del que hablamos aquí es el más peligroso de todos: el que sustituye la expresión. El que borra las señales de advertencia. El que hace que los demás piensen que estás bien solo porque no dijiste lo contrario. Es un silencio que se confunde con fortaleza, y que muchas veces se celebra sin entender lo que realmente implica.
En ese silencio, muchas personas se doblan. Por una relación que no se animan a soltar, por un trabajo que los vacía pero da estabilidad, por un entorno que no permite mostrarse vulnerables. Y lo más cruel es que, como no se quiebran del todo, nadie viene a recogerlos. Porque no cayeron. Solo se torcieron. Siguen funcionando, siguen siendo útiles. ¿Para qué preocuparse?
Esa es una forma de dolor contemporánea: funcional, invisible, negada. Un dolor que no interrumpe la productividad, que no exige licencia médica, que no se diagnostica fácilmente. Y, sin embargo, tiene consecuencias profundas. Porque en ese doblez se puede perder el eje. Se puede olvidar quién se era antes del cansancio, antes de adaptarse demasiado, antes de resignarse.
A veces, lo que más duele no es lo que pasó, sino lo que uno permitió que le pasara en silencio. Lo que toleró por amor, por miedo, por necesidad o por hábito. Y ahí está el dilema: ¿cómo reclamar por una herida que no sangra? ¿Cómo señalar un daño que ni siquiera uno se atrevió a nombrar mientras sucedía?
Quizás parte del trabajo personal más honesto sea reconocer esos dobleces. No para culparse por ellos, sino para empezar a desdoblarse. Para aflojar lo que se tensó. Para volver a la forma original, o a una nueva que al menos no duela al sostenerse. Y para eso, primero hay que mirar el silencio de frente.
Mirarlo y preguntarse: ¿qué me callé tanto tiempo que hoy ya no sé cómo decir? ¿Qué parte de mí se adaptó tanto que ya no recuerdo cómo era sin esa presión? ¿Cuándo fue la última vez que estuve realmente presente para mí mismo sin fingir que todo estaba bien?
Las respuestas no llegan de inmediato. A veces ni siquiera llegan con palabras. Pero el solo hecho de formular la pregunta es una forma de romper el silencio. De detener la torsión y permitir que algo se acomode distinto.
No se trata de convertir cada dolor en un relato heroico. No hay gloria en aguantar más de la cuenta. La verdadera valentía no está en resistir en silencio, sino en decir: “esto me duele”. “Esto me está cambiando”. “Esto no está bien, aunque no se note desde afuera”.
El mundo aplaude a los que “no se rompen”. Pero tal vez habría que empezar a mirar con más respeto a quienes se atreven a decir que están cansados, que están tristes, que ya no pueden seguir fingiendo. Porque quizás no es más fuerte quien no se rompe, sino quien decide no seguir doblándose.
Comentarios
Publicar un comentario