A veces se sobrevive solo por costumbre


Hay días, meses, incluso años, en los que la vida no se vive: simplemente se sobrevive. No hay épica ni tragedia evidente, solo una línea del tiempo que avanza mientras uno se arrastra detrás. Respirar, comer, contestar correos, ir al trabajo, dormir mal, repetir. No por deseo, no por esperanza, sino por una forma automatizada de permanencia. Porque a veces el cuerpo sigue, aunque el alma esté quieta.

Sobrevivir por costumbre no es lo mismo que resignarse. Es más sutil, más difícil de detectar. Es una forma de existencia que se apoya en la rutina como si esta fuera una prótesis emocional. Uno se levanta porque siempre lo ha hecho, se viste porque es lo que se espera, sonríe porque ya nadie pregunta si la sonrisa es real. Se habita el mundo desde una especie de piloto automático: sin pensar demasiado, sin sentir demasiado, sin cuestionar casi nada.

La costumbre se vuelve una red de contención. No evita el vacío, pero lo silencia. Lo cubre de gestos mecánicos, de conversaciones livianas, de tareas repetidas que no tienen ningún sentido profundo, pero que sostienen el día. Es una forma de estar sin estar. De sostenerse en pie cuando ya no hay motivos claros para hacerlo.

La sociedad no cuestiona este tipo de supervivencia. Al contrario, la celebra. La llama responsabilidad, funcionalidad, madurez. El que cumple horarios, responde mensajes, paga cuentas y mantiene el rostro sin grietas es considerado alguien “bien”, incluso si por dentro se siente deshecho. Lo que importa no es el estado del alma, sino la apariencia de estabilidad. Y así, sobrevivir por costumbre se institucionaliza.

No hay muchas palabras para nombrar este estado. No es depresión clínica, aunque puede rozarla. No es duelo, aunque puede parecerlo. No es rendición, aunque se le parece. Es una especie de zona gris donde nada duele lo suficiente como para explotar, pero tampoco brilla como para sostenerse con entusiasmo. Y lo más difícil de todo es que este modo de vivir a medias puede prolongarse por años sin que nadie lo note.

El cuerpo también se adapta. Camina, trabaja, responde estímulos, pero con una especie de fatiga existencial que no se alivia con el sueño. Es un cansancio que no nace del esfuerzo físico, sino de la falta de propósito. El cansancio de no saber para qué, de no encontrar un “para quién”. Y aun así, se continúa. Porque hay platos que lavar, facturas que pagar, hijos que cuidar, reuniones a las que asistir. Porque detenerse implicaría tener que mirar de frente el agujero que se ha abierto en el centro del alma. Y no todos tienen energía para eso.

Pero esta forma de sobrevivir tiene un costo. Poco a poco, erosiona la identidad. Porque cuando uno deja de preguntarse qué quiere, qué siente, qué sueña, comienza a disolverse. Las decisiones ya no se toman, simplemente se aceptan. Las relaciones se sostienen por inercia o por miedo a la soledad. Y la vida se convierte en una sucesión de días idénticos donde la única certeza es la repetición.

Hay quienes se quedan ahí toda la vida. Nunca estallan, nunca cambian, nunca se rebelan. Sobreviven, obedecen, envejecen. Y desde afuera parecen funcionales. Pero en lo profundo llevan años desconectados de sí mismos, de sus deseos más auténticos, de lo que alguna vez fueron. Se han transformado en sombra de sí mismos, en eco de una versión anterior que ya no recuerdan bien.

Otros, en cambio, un día se detienen. No porque tengan una revelación, sino porque el peso de la costumbre se vuelve insoportable. Y entonces, aunque no sepan a dónde ir, al menos deciden dejar de fingir que todo está bien. Empiezan a escuchar el cansancio, a ponerle nombre al vacío, a preguntarse si esa forma de existir vale realmente la pena. No es un acto heroico. Es una necesidad biológica. Como cuando el cuerpo exige agua, el alma también llega a exigir sentido.

Lo que viene después no es fácil. Salir de la inercia exige una incomodidad inicial. Exige, a veces, pasar por el caos de no saber qué hacer, de perder referentes, de enfrentarse a uno mismo sin los velos de la rutina. Pero también es ahí donde puede comenzar algo parecido a la vida. Una vida no perfecta, no brillante, pero al menos elegida. Con días buenos y días malos, pero vividos desde un lugar más consciente, más honesto.

No se trata de romantizar el sufrimiento ni de exigir siempre entusiasmo. La vida es, inevitablemente, en parte repetición. Y la rutina, cuando es elegida, puede ser fuente de equilibrio. El problema es cuando la rutina se convierte en trinchera, cuando se transforma en el único argumento para continuar. Cuando la costumbre de estar vivos sustituye al deseo de estarlo.

Sobrevivir por costumbre puede salvarnos en tiempos de crisis. Pero si se vuelve una forma de vida permanente, se convierte en una cárcel invisible. Nos roba sin que lo notemos: no los grandes momentos, sino los pequeños gestos que hacen que valga la pena estar aquí. Nos vuelve ajenos a nosotros mismos. Y lo más triste es que muchas veces ni siquiera sabemos que estamos ahí, hasta que algo —una pérdida, un accidente, una enfermedad, una palabra— nos obliga a mirar de nuevo.

Quizás la pregunta no sea cómo evitar esa forma de supervivencia, porque todos la habitamos alguna vez. Tal vez lo importante sea reconocerla a tiempo. Preguntarnos con honestidad si estamos viviendo o simplemente repitiendo. Si hay alegría o solo silencio. Si el futuro se siente como posibilidad o como condena.

Y si la respuesta duele, que duela. Porque el dolor, cuando es lúcido, también es una puerta.

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