Algunas decisiones no se toman, se sobreviven
Hay elecciones que no lo son. O al menos, no en el sentido tradicional de la palabra. No todas las decisiones se planifican, se piensan detenidamente o se enfrentan con libertad. Algunas llegan como un golpe, como una exigencia del contexto, como un empujón desde el borde. Y cuando eso ocurre, más que decidir, uno sobrevive.
La narrativa dominante —esa que tanto se reproduce en discursos motivacionales, manuales de superación y ficciones heroicas— insiste en que siempre tenemos una elección. Que el individuo es dueño de su destino, que todo se reduce a quererlo lo suficiente, a elegirlo con firmeza. Pero esa visión es, muchas veces, ingenua. Hay decisiones que se toman en condiciones de asfixia, de urgencia, de agotamiento emocional. Y ahí no hay libertad plena, hay instinto.
Salir de una relación abusiva, dejar un país que ya no ofrece dignidad, abandonar un trabajo que consume la salud mental, alejarse de una familia que hiere más de lo que cuida... Todo eso puede parecer una elección desde fuera. Pero desde dentro, para quien lo vive, es muchas veces una cuestión de sobrevivencia. No de estrategia, no de deseo, no de claridad. Solo de necesidad.
Y la diferencia no es menor.
Cuando uno sobrevive una decisión, no la celebra. No hay victoria, solo alivio precario. A veces ni siquiera eso. Solo una calma tensa, una respiración contenida, una reconstrucción que se posterga. Porque esas decisiones dejan marcas, no tanto por lo que se elige, sino por el precio emocional que implica haber estado en la situación que obligó a elegir así.
Esto también implica revisar la forma en que juzgamos las decisiones de los otros. ¿Por qué se fue? ¿Por qué no habló antes? ¿Por qué lo aguantó tanto tiempo? ¿Por qué eligió eso? Son preguntas que surgen desde el privilegio de quien no estuvo en ese lugar. Desde la comodidad de creer que la libertad es igual para todos. Y no lo es.
El contexto es parte del contenido de cualquier decisión. La presión, el miedo, la dependencia económica, el desgaste acumulado, el trauma previo. Todo eso configura lo que para algunos es una "elección" y para otros es una rendija apenas visible por donde escapar. A veces se elige irse porque quedarse ya no es una opción viable. A veces se elige callar porque hablar significaría perderlo todo. A veces se "elige" algo porque no hacerlo sería aún peor.
El lenguaje muchas veces no alcanza. Decimos “decisión” como si se tratara de una acción voluntaria, consciente, poderosa. Pero habría que diferenciar entre la decisión racional y la decisión límite. Esta última no se razona, se ejecuta en medio de un incendio. Y después se paga.
Sobrevivir una decisión también implica vivir con sus consecuencias. A veces duras, a veces ambiguas, a veces incluso contradictorias. Porque no siempre hay un alivio inmediato. A veces una persona se salva, sí, pero también se rompe en el intento. Y esa fractura no desaparece con el tiempo, solo cambia de forma.
La cultura de la autogestión emocional —tan promovida en tiempos de individualismo extremo— carga de culpa a quien no “eligió mejor”, a quien “no se amó lo suficiente”, a quien “no supo poner límites”. Como si todas las herramientas estuvieran disponibles, como si el entorno no influyera, como si la historia personal no condicionara. Es una crueldad disfrazada de empoderamiento.
Algunas decisiones no se toman como quien escoge entre dos caminos. Se toman como quien se arroja al agua porque el fuego ya está demasiado cerca. Y eso no es fracaso. Es humanidad. Es supervivencia.
La memoria también juega su parte. Muchas personas revisan esas decisiones tiempo después y se preguntan si hicieron lo correcto. Pero esa pregunta es tramposa. Porque juzgar una decisión sobrevivida desde la calma del presente es negar la urgencia del pasado. Lo importante no es si se hizo lo mejor. Lo importante es que se hizo lo necesario. Y eso, muchas veces, basta.
En ese sentido, habría que recuperar la dignidad de las decisiones de emergencia. No son menores, no son menos válidas. De hecho, suelen ser más valientes. Porque se toman sin garantías, con el cuerpo exhausto, con la mente nublada. Se toman con miedo. Y aun así, se toman.
También hay una especie de duelo silencioso en ellas. Porque incluso cuando se acierta —cuando irse era lo mejor, cuando cortar fue lo más sano—, sigue doliendo. Se pierde algo. Se pierde mucho. Porque uno no solo sobrevive lo que hizo, también sobrevive lo que no pudo elegir de otra manera. Y eso deja una marca.
Reconciliarse con esas decisiones implica reconocer el contexto que las rodeó, tener compasión por la versión de uno mismo que actuó como pudo, no como quiso. Implica aceptar que en la vida no siempre hay elección ideal, sino posibilidad urgente. Que la supervivencia también es una forma de inteligencia. Y que, a veces, eso ya es suficiente para seguir adelante.
Las decisiones que se sobreviven no se olvidan. Se cargan. Se resignifican con el tiempo. Se lloran. A veces, se agradecen. Porque aunque duelen, a veces son las únicas que nos permiten seguir estando vivos, aunque sea con nuevas cicatrices.
Y quizá eso sea también una forma profunda de sabiduría: entender que no todo se elige con claridad, pero que lo que se hace desde la necesidad también es válido, también merece respeto. Porque sobrevivir, en ciertas circunstancias, ya es una decisión tan valiente como cualquier otra.
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