Cerrar ciclos no siempre significa dejar de sentir
Se habla mucho de “cerrar ciclos” como si fuese un acto limpio, definitivo, casi quirúrgico. Como si todo pudiera ordenarse en capítulos que simplemente se cierran, como puertas. Se dice con ligereza: “hay que cerrar ese ciclo”, “ya supéralo”, “lo pasado, pisado”. Pero ¿qué significa realmente cerrar un ciclo cuando el cuerpo aún recuerda, cuando el corazón todavía se resiste, cuando el pensamiento vuelve una y otra vez como si la historia se negara a ser archivada?
Cerrar ciclos no siempre significa dejar de sentir. A veces, lo único que cambia es la forma en que se convive con lo que pasó. Lo que duele no desaparece; se transforma, se acomoda en otros rincones de la memoria, a veces más silenciosos, otras más traicioneros. El pasado no deja de ser parte de uno solo porque se decida seguir adelante. Seguir no siempre es olvidar. A veces es simplemente continuar, como se camina con una herida que ya no sangra, pero tampoco ha sanado.
Cerrar no es clausurar, es aceptar. No como acto de rendición, sino como gesto de madurez. Aceptar que no todo se resuelve, que no todas las preguntas tienen respuesta, que no todo dolor puede traducirse en lógica o justicia. Aceptar que hay vínculos que se rompieron sin terminar, que hay personas que siguen existiendo en nosotros aunque su presencia sea ya solo una ausencia palpable.
A veces se cierra un ciclo cuando se deja de insistir en cambiar lo que ya fue. Cuando se entiende que no hay más que hacer, aunque todavía haya mucho por sentir. Porque el sentimiento no desaparece con la decisión. Uno puede elegir no volver, no llamar, no escribir, no esperar… pero eso no impide que algo dentro siga latiendo, siga preguntándose, siga dolido.
Se puede cerrar un ciclo y, sin embargo, seguir soñando con esa persona. Seguir buscándola en los rostros de los desconocidos. Seguir reviviendo conversaciones imaginarias que nunca ocurrieron. ¿Es eso no haber cerrado? ¿O es simplemente el rastro inevitable de lo humano, de lo profundo, de lo que una vez significó?
El lenguaje social nos exige cierre rápido. Hay poca paciencia para quienes no logran pasar página. Se confunde avanzar con olvidar, fortaleza con indiferencia. Pero en realidad, a veces el mayor acto de fuerza es reconocer que seguimos sintiendo, aunque ya no haya lugar donde depositar ese sentir.
Cerrar no siempre es decisión. A veces es una necesidad que llega tarde, después de mucho resistirse. Otras, es una imposición: la otra persona se va, la vida cambia, la oportunidad desaparece. Y uno se ve obligado a cerrar sin haber terminado de escribir. ¿Cómo se cierra lo que quedó incompleto? ¿Cómo se pone punto final a algo que nunca tuvo desenlace?
Tal vez la respuesta esté en cambiar la idea de “cerrar”. Tal vez no se trate de cortar, sino de integrar. De no pelear más con lo que ocurrió, de dejar de buscar sentido donde solo hay hechos. De permitir que lo que dolió, lo que marcó, lo que fue importante, tenga un lugar. No para gobernarnos, sino para no negarlo.
Cerrar un ciclo puede significar, en realidad, aprender a llevarlo de otra manera. Que lo que nos dolió no nos destruya, pero tampoco se convierta en un fantasma que arrastramos sin nombrar. Que las emociones que persisten no nos definan, pero tampoco nos avergüencen. Que el amor que ya no puede vivirse no se transforme en rencor, ni en culpa, ni en negación.
Hay vínculos que no se olvidan, ni deben olvidarse. Hay heridas que enseñan, pérdidas que transforman, historias que se vuelven parte de la identidad. Y en ese sentido, cerrar no es desechar, sino asimilar. Dejar que se vuelva parte de la biografía emocional, sin quedarse atrapado en ella.
Hay quienes necesitan rituales para cerrar: escribir una carta que no se envía, despedirse simbólicamente, hacer limpieza. Otros simplemente un día se dan cuenta de que ya no duele igual. Que el recuerdo sigue ahí, pero ha dejado de gobernar. No hay una sola forma de cerrar un ciclo, pero sí hay algo común: el respeto por lo vivido. Cerrar no debe ser una negación de lo sentido, sino una forma de ponerlo en su lugar.
En el fondo, cerrar un ciclo es también reconocer la impermanencia de todo. Que nada está garantizado, que todo cambia, que incluso lo más intenso puede transformarse. Y eso puede ser triste, pero también liberador. Porque si bien uno no deja de sentir de un día para otro, sí puede elegir no seguir atado a lo que ya no puede ser.
El dolor puede quedarse un tiempo. Lo importante es que no se convierta en residencia. Se puede llorar lo perdido sin perderse en el llanto. Se puede recordar sin quedarse a vivir en el recuerdo. Se puede amar sin aferrarse.
Y entonces sí, el ciclo se cierra. No porque ya no duela, sino porque se deja de resistir el dolor. No porque ya no importe, sino porque se ha comprendido que incluso lo importante tiene un tiempo.
Cerrar un ciclo no siempre es dejar de sentir. A veces, es aprender a sentir sin que eso nos impida vivir.
Comentarios
Publicar un comentario