El amor no necesita promesas, solo presencia
Prometer es fácil. En el calor del enamoramiento, las palabras fluyen con una certeza que, en realidad, muy pocas veces posee raíces profundas. “Siempre estaré contigo”, “Nunca te voy a dejar”, “Te voy a amar para toda la vida”… Todas frases que nacen más del deseo que de la convicción real. Porque prometer es proyectar un futuro que aún no existe, y el amor verdadero, el que realmente importa, no vive en ese futuro. Vive aquí. En el ahora. En la presencia, no en la previsión.
A lo largo del tiempo, hemos envuelto el amor en rituales, contratos, fechas, anillos, declaraciones. Hemos creado un lenguaje que cree que atar las palabras al tiempo es garantía de permanencia. Y sin embargo, cuántas veces se han roto las promesas más firmes simplemente porque dejaron de tener sentido frente a la vida real. Frente al desgaste, al dolor, al cambio. Y cuántas veces, en cambio, alguien estuvo sin prometer, pero estuvo. Sin grandes palabras, pero con acciones silenciosas. Sin futuros jurados, pero con presente entregado.
El amor no necesita promesas porque no es una deuda que se paga, ni un contrato que se firma. El amor —el que verdaderamente sostiene— se manifiesta en la forma en que uno aparece. En cómo se escucha cuando el otro no sabe cómo decir. En cómo se abraza cuando no hay palabras. En cómo se vuelve a mirar aunque haya cansancio, diferencias o rutinas. La promesa más valiosa es, en realidad, una presencia constante, renovada sin necesidad de ser jurada.
Decir "voy a estar" no tiene el mismo peso que demostrar "estoy". Y estar no siempre significa resolver. A veces solo significa acompañar. No irse. No evitar el silencio incómodo. No desviar la mirada cuando el otro se rompe. No minimizar el dolor ajeno porque uno no sabe cómo sostenerlo. Estar es permanecer cuando sería más fácil escapar. Es resistir al impulso de salvar al otro y, en cambio, simplemente compartir la carga.
También hay que decir que muchas promesas no son mentira. Son verdaderas en el momento en que se dicen. Pero el tiempo no garantiza su cumplimiento. El amor cambia. Las personas cambian. Y no hay palabra que pueda anticipar la forma en que la vida transforma incluso las intenciones más nobles. Por eso, atarse a promesas como medida del amor es una trampa peligrosa. Porque entonces, cuando la promesa no se cumple, parece que todo fue falso. Cuando en realidad fue real, solo que transitorio. Humano.
El amor basado en la presencia, en cambio, se construye cada día. No necesita la seguridad del futuro, porque se entrega en el presente. Es más difícil, más vulnerable, menos romántico quizás. Pero más sincero. Porque no depende de lo que uno dice que hará mañana, sino de lo que hace hoy.
¿Cuántas veces alguien ha prometido amor eterno y al poco tiempo se fue? ¿Y cuántas otras, alguien que nunca prometió nada fue el único que se quedó cuando todo se desmoronaba?
La cultura nos ha enseñado a buscar seguridades, garantías. Nos ha vendido la idea de que amar es comprometerse a algo que dure. Y claro que hay belleza en construir a largo plazo. Pero el amor no es una inversión que promete retorno. No es algo que se sostiene en palabras firmadas al pie de página. Es, ante todo, una experiencia viva que necesita ser alimentada con actos, no con juramentos.
A veces, incluso, las promesas se convierten en cargas. “Dijiste que siempre ibas a estar”, “prometiste que no ibas a cambiar”, “me juraste que esto no iba a pasar”. Se convierten en argumentos de reclamo, en cadenas que atan la historia a lo que debería haber sido, pero no fue. Y así, en lugar de sostener el amor, lo llenan de culpa.
Presencia, en cambio, es gesto. Es disponibilidad. Es elección cotidiana. Es preguntar cómo estás y escuchar la respuesta. Es estar atento, aunque uno también esté cansado. Es aceptar que hay días grises y no abandonar por eso. Es elegir quedarse, aunque nadie lo exija.
Presencia no es perfección. No es estar siempre feliz, siempre fuerte, siempre disponible. Es simplemente mostrar la intención de compartir el trayecto. De caminar al lado, no adelante ni atrás. No para prometer el final, sino para sostener el ahora.
El amor no necesita promesas porque su verdad no está en el mañana. Está en el momento en que uno decide estar, sin necesidad de justificarlo con palabras grandes. Y tal vez esa sea su mayor belleza: no ser obligatorio, no ser eterno, no ser previsible… pero sí ser profundamente real mientras dura.
Comentarios
Publicar un comentario