El cuerpo también narra, aunque nadie lo escuche

 


El cuerpo narra. Aunque no tenga voz, aunque no se le pida explicación, aunque se pretenda reducirlo a instrumento o envoltura, el cuerpo habla. Es testigo fiel de lo vivido, archivo involuntario de cada experiencia, receptor y emisor de aquello que a menudo no se puede —o no se quiere— decir en palabras. El cuerpo es historia, aunque nadie la escuche.

Vivimos en una cultura que separa cuerpo y mente como si fueran entidades distintas. Se elogia el pensamiento racional, la claridad discursiva, la palabra precisa. Pero se desconfía del temblor, del llanto, del insomnio, de la tensión que se aloja en la nuca sin motivo aparente. Se patologiza la fatiga sin causa médica, el dolor muscular sin diagnóstico, los síntomas sin nombre. Y en esa desconfianza se esconde una violencia: la de silenciar lo que el cuerpo intenta decir.

Porque el cuerpo no inventa. Reacciona. Responde a los contextos, a las heridas, a la repetición. Conserva todo lo que no se dijo, todo lo que se reprimió, todo lo que se calló por necesidad o por miedo. A veces lo hace en forma de migraña persistente, de bruxismo nocturno, de colon irritable, de insomnio inexplicable. Otras veces lo hace quedándose quieto, negándose a moverse, tomando el cansancio como lenguaje. Hay cuerpos que gritan desde la piel, desde los huesos, desde el útero. Pero como no hablan en el idioma de lo lógico, no se les cree. Y, sin embargo, narran. Siempre narran.

En los estudios sobre trauma, por ejemplo, se ha demostrado que muchas veces los eventos traumáticos no se almacenan en la memoria verbal o explícita, sino en la somática. El cuerpo recuerda. Aunque no lo recordemos mentalmente, algo en nosotros se contrae cuando volvemos a un espacio similar al de una experiencia dolorosa. La respiración se acelera, los músculos se tensan, el estómago se cierra. Esa es una forma de narración: la narración del cuerpo que anticipa, que repite, que señala. El cuerpo no olvida.

Pero escuchar al cuerpo exige tiempo y disposición. Exige suspender el juicio, bajar el ritmo, dejar de producir por un instante. Y eso es difícil en un sistema que nos exige eficiencia constante. El cuerpo enferma y lo tratamos como si fallara, no como si hablara. El cuerpo se agota y lo medicamos, lo ignoramos, lo empujamos a seguir. Se nos ha enseñado a desconfiar de nuestras propias señales físicas, a callarlas con pastillas o con voluntarismo. Y esa desconexión es una forma de exilio: uno se exilia de sí mismo.

A las mujeres, históricamente, se les ha dicho que su dolor es exagerado, que su sensibilidad es debilidad, que sus cuerpos son un enigma o una amenaza. A las personas racializadas, que sus cuerpos deben adaptarse, resistir, rendir. A los hombres, que no deben quejarse, que el cuerpo no se expresa llorando ni temblando. Cada mandato de género, cada estereotipo cultural, impone un silenciamiento particular. Y en ese silencio, el cuerpo sigue narrando. Pero nadie lo escucha.

La medicina occidental ha avanzado mucho en diagnóstico y tecnología, pero aún falla en lo esencial: la escucha integral. No todo lo que el cuerpo comunica puede medirse en sangre o verse en una radiografía. No todo síntoma tiene un origen visible. Pero sí tiene un sentido. En lugar de preguntarnos solo “¿qué tienes?”, quizá debiéramos empezar a preguntar: “¿qué intenta decirte tu cuerpo?”.

La psicología somática y la medicina integrativa han comenzado a recuperar esta mirada. No es esoterismo: es reconocimiento. Es comprender que el cuerpo no está al margen de la vida emocional ni de la historia personal. Que también tiene una narrativa. Una narrativa que no necesita palabras para ser verdadera.

Los cuerpos hablan también en sus gestos. En la forma en que alguien se sienta, en cómo se toca el cuello mientras conversa, en cómo se encoge sin darse cuenta. Hay cuerpos que piden espacio. Otros, contención. Hay cuerpos que narran una vida de tensión contenida, de violencia nunca nombrada, de deseo jamás permitido. Y si nadie los escucha, esa narración se cronifica, se endurece. Se convierte en una forma de existir.

Hay cuerpos que, literalmente, cargan el peso del pasado. El cuerpo inclinado hacia adelante, los hombros siempre tensos, la mandíbula apretada. ¿Cuántos años de esfuerzo mal digerido hay ahí? ¿Cuántas palabras nunca dichas, cuántos miedos transformados en carne rígida?

No basta con aceptar que el cuerpo habla. Hace falta escucharlo. Y, sobre todo, validarlo. Reconocer que su lenguaje —hecho de sensaciones, tensiones, pulsos, dolores y placeres— también merece espacio. Que no hay “exageración” cuando se trata de una experiencia corporal. Que el cuerpo no necesita justificar su dolor con evidencia externa. Basta con que lo sienta. Basta con que lo diga a su manera.

Escuchar el cuerpo también puede ser un acto político. En un mundo que prioriza la productividad sobre el bienestar, detenerse a sentir —y actuar en consecuencia— es una forma de rebelión. Escuchar lo que duele, lo que necesita, lo que anhela, es también reescribir la historia que se ha contado sobre nosotros. Es negarse a seguir habitando una versión de uno mismo que no se corresponde con lo que el cuerpo expresa.

Porque al final, el cuerpo no miente. Puede adaptarse, puede resistir mucho más de lo que creemos, pero no miente. Y cuando deja de soportar, no es porque haya fallado. Es porque ya no quiere seguir narrando en silencio.

La pregunta es si vamos a seguir exigiéndole que calle. O si, de una vez por todas, le vamos a dar un lugar en nuestra historia.

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