El deseo no tiene lógica, solo urgencia


El deseo es, por naturaleza, disruptivo. No pide explicaciones ni ofrece justificaciones. Se impone. Llega sin anunciarse, ocupa el pensamiento, acelera el cuerpo, desarma la razón. A diferencia de la voluntad, que puede organizarse, racionalizarse y postergarse, el deseo se manifiesta como urgencia. No quiere entender. Quiere ser.

Por eso, pretender que el deseo obedezca a las leyes de la lógica es una ingenuidad o una forma de negación. No se desea lo que se necesita racionalmente, ni siempre lo que conviene. A menudo se desea lo que incomoda, lo que desestructura, lo que rompe el equilibrio. El deseo no construye sistemas; los desarma. Y aunque esto resulte incómodo, también es lo que lo vuelve profundamente humano.

Las sociedades modernas, sustentadas sobre estructuras de control y productividad, han intentado domesticar el deseo. Nos enseñan desde niños a canalizarlo, a censurarlo, a reprimirlo cuando no encaja. Se construyen sistemas morales, religiosos, políticos e incluso médicos para encauzar esa energía que insiste, que desborda, que no se deja clasificar. Pero por más que se regule, el deseo siempre encuentra la forma de colarse por las rendijas.

El marketing lo sabe: no se apela a la lógica del consumidor, se estimula su deseo. Las campañas no venden objetos, venden promesas. No se compra una prenda de ropa, se compra un ideal de belleza. No se adquiere un automóvil, se accede —supuestamente— a un estatus. El deseo, entonces, se convierte en el motor de consumo. Pero no por eso se vuelve más racional. Solo más manipulable.

En el plano personal, el deseo pone a prueba los límites de lo aceptado. Se puede desear a quien no se debe, a quien no conviene, a quien ni siquiera nos agrada. Se puede desear algo que contradice nuestros principios, nuestras decisiones pasadas, nuestra identidad consciente. Y ese deseo no desaparece por más que se reprima. De hecho, suele fortalecerse en la censura.

Esto ha llevado a confundir deseo con peligro. A etiquetarlo como amenaza. Pero el problema no es desear. El problema es no saber qué hacer con ese deseo. Negarlo lo vuelve clandestino; actuarlo sin conciencia lo vuelve destructivo. El punto está en comprender que el deseo no se elige, pero sí se puede pensar. No para eliminarlo, sino para asumirlo sin que nos devore.

Freud lo expuso con crudeza: el deseo inconsciente no está al servicio del bienestar. No busca la paz, sino la descarga. No persigue la felicidad, sino la satisfacción pulsional. Y por eso no se acomoda a la ética ni a la lógica del yo racional. Quiere lo que quiere, aunque no sepa por qué.

Sin embargo, no todo deseo es sexual o instintivo. También hay deseos más abstractos pero igualmente urgentes: el deseo de ser visto, de ser amado, de pertenecer, de trascender. Son formas menos evidentes, pero no menos potentes. Cuando estos deseos se frustran, no queda el vacío: queda la ansiedad, la angustia, la compulsión. Porque el deseo no satisfecho no se extingue. Se transforma. A veces en obsesión. Otras veces en enfermedad.

El deseo también está en el arte, en la creación, en la palabra. Se escribe, se pinta, se compone no solo para comunicar algo, sino para intentar atrapar eso que se escapa. El deseo es el motor de toda búsqueda estética, filosófica y espiritual. Porque en el fondo, desear es reconocer que algo falta. Y esa falta es lo que nos empuja a hacer, a pensar, a imaginar más allá de lo que somos.

Pero esa urgencia también tiene sus riesgos. El deseo no espera. No se adapta fácilmente a los tiempos del deber, de la lógica o del consenso. Cuando gobierna sin mediación, puede llevar a decisiones precipitadas, a vínculos tóxicos, a adicciones de todo tipo. La urgencia sin reflexión puede volverse violencia: contra uno mismo o contra los demás.

Por eso, la cultura del autocuidado no debería consistir en erradicar el deseo, sino en aprender a dialogar con él. Escucharlo sin entregarse por completo. Nombrarlo sin tener que obedecerlo. El deseo necesita un cuerpo para manifestarse, pero también una mente que lo contenga. Una mente capaz de sostener la tensión entre la urgencia de sentir y la necesidad de pensar.

En tiempos donde la gratificación inmediata parece ser la norma —donde todo debe ser rápido, accesible, disponible—, el deseo pierde profundidad. Se confunde con impulso. Se transforma en consumo compulsivo. Pero el verdadero deseo no es caprichoso. Es intenso, sí, pero también persistente. No se satisface con sustitutos. No se conforma con sucedáneos. Insiste hasta que se lo nombra. Hasta que se lo reconoce. Hasta que se lo integra o se lo transforma.

Desear no es un acto inocente. Implica aceptar que no somos autosuficientes. Que algo falta. Que algo nos excede. Y esa aceptación, en una época obsesionada con el control y la imagen de plenitud, es casi un acto subversivo. El deseo, cuando no se niega ni se disfraza, revela nuestras verdaderas grietas. Y tal vez ahí resida su poder: en que nos conecta con lo que nos hace vulnerables, pero también con lo que nos hace vivos.

Quizás el mayor desafío no esté en contener el deseo, ni en satisfacerlo a toda costa. Tal vez el verdadero trabajo consista en aprender a habitarlo. A sostener la urgencia sin negarla, pero también sin permitir que lo arrase todo. A entender que desear no siempre implica actuar, pero siempre implica escuchar. Y que a veces, desear es en sí mismo una forma de existencia.

Porque al final, como decía Lacan, no se desea lo que falta, sino que la falta es lo que sostiene el deseo. Y mientras exista esa falta, mientras algo nos haga latir más allá de lo razonable, el deseo seguirá recordándonos que estamos hechos no solo de lógica, sino de urgencia.

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