Hay cicatrices que no se ven, pero duelen cuando cambia el clima del alma
Las cicatrices tienen fama de ser testigos de lo superado. Señales de lo que fue dolor, pero ya no sangra. La piel recuerda. Guarda marcas. A veces discretas, otras imponentes. En ciertos cuerpos, las cicatrices son relatos breves escritos en carne: una caída en la infancia, una operación, una pelea, un accidente. Se ven, se tocan, se nombran.
Pero hay otras cicatrices, mucho más difíciles de narrar. No están en la piel, sino en lo hondo. No se exhiben, porque no hay cómo. No se explican fácilmente, porque no nacieron de un evento aislado, sino de algo más sutil, más constante, más íntimo. Son cicatrices que el cuerpo no muestra, pero que existen. Y que duelen. No todo el tiempo, no de forma visible, pero ahí están, latentes. Esperando el momento en que cambie el clima del alma.
Hay una falsa idea de que lo que no se ve, no cuenta. Que el dolor tiene que ser evidente para ser legítimo. Que si uno no grita, si no llora, si no se rompe en público, entonces está bien. Pero hay dolores silenciosos. Hay heridas que supieron cerrarse sin ayuda, sin palabras, sin consuelo, solo por necesidad de seguir caminando. Y esas dejan huellas que nadie nota. Excepto quien las carga.
El clima del alma es traicionero. Cambia sin previo aviso. A veces es una fecha. O una canción. O un aroma en la calle. A veces basta una mirada, una frase casual, una escena que no tiene nada que ver, y de pronto, ahí están de nuevo: las cicatrices. No abiertas, no sangrando. Pero presentes. Como si nunca se hubieran ido. Duelen no porque no hayan cerrado bien, sino porque nunca fueron del todo comprendidas. Porque fueron ignoradas, minimizadas, o cargadas en soledad.
Muchos aprendieron a fingir normalidad con una precisión que asusta. A sonreír mientras algo por dentro se contrae. A decir “todo bien” cuando lo que quieren decir es “tengo miedo, no sé cómo seguir”. Esa capacidad de disimulo no es fortaleza. Es supervivencia. Y las cicatrices invisibles son el precio.
A veces, la verdadera marca no la dejó un evento traumático, sino la ausencia de consuelo. El silencio que rodeó el dolor. La soledad de tener que sostenerse cuando nadie preguntó cómo estabas. El peso de tener que seguir funcionando como si nada se hubiera quebrado. No fue la caída lo que dolió tanto, sino que nadie tendiera la mano para levantar.
Y no se trata de victimismo. Se trata de reconocer que muchas personas cargan heridas que el mundo no ve. Que funcionan, trabajan, cuidan, crean, conviven… pero lo hacen desde un lugar más frágil de lo que aparentan. Porque aprendieron a vivir con esa cicatriz como quien se acostumbra a una vieja molestia en la rodilla: no la mencionan, pero en los días húmedos, duele.
El “clima del alma” es esa humedad emocional. Ese contexto interno que reactiva lo que parecía superado. Porque el dolor no siempre se va. A veces se reconfigura. Se acomoda en un rincón del cuerpo, en una esquina de la memoria, y espera. Espera una grieta para recordarte que sigue ahí. No con rabia, sino con la insistencia de lo no resuelto. No para castigarte, sino para invitarte —si puedes— a mirarlo de frente.
Pero no siempre se puede. Hay etapas en la vida en que solo se puede cargar. No sanar. No revisar. Solo seguir. Porque sanar también implica tiempo, energía, contexto. Y no siempre están disponibles. Así que las cicatrices se suman al equipaje emocional. Aprendemos a vivir con ellas, sin pedir demasiado. Nos acostumbramos.
Y es ahí donde aparece otro problema: cuando una cicatriz se vuelve parte del paisaje, uno olvida que está ahí. Hasta que duele. Y cuando duele, no se entiende por qué. ¿Por qué ahora, si todo está bien? ¿Por qué duele, si eso ya pasó hace años? ¿Por qué me conmueve esto, si no tiene importancia? Es que el alma también tiene sus estaciones. Y hay inviernos que no se anuncian.
No todo se resuelve. No todo se supera. Hay dolores que simplemente se aprenden a llevar. No porque uno sea débil, sino porque son parte de lo vivido. Y no es derrota aceptar eso. Al contrario. Es un acto de humanidad. De compasión con uno mismo.
La cultura insiste en que hay que soltar, sanar, cerrar, perdonar. Pero la vida no es una serie de pasos lineales. No todas las heridas tienen final feliz. Algunas se resignifican. Otras no. Algunas se diluyen con el tiempo. Otras se integran como cicatrices que duelen con el cambio del clima.
Lo importante, quizás, es saber reconocerlas. Darse permiso para sentirlas sin culpa. Sin la obligación de explicar. Sin buscar la aprobación externa para legitimar lo que se siente. Porque el cuerpo y el alma tienen memoria. Y no siempre coinciden con el calendario.
La empatía verdadera nace de ahí: de entender que no todo el dolor es visible. Que muchas personas que parecen fuertes están, en realidad, hechas de fragmentos pegados con paciencia. Que los días malos a veces no tienen una razón concreta. Que hay sensibilidades que vienen de lejos.
Hay que cuidar más. Preguntar más. Escuchar más allá de las palabras. Porque a veces el gesto más simple —un “estás bien de verdad?” dicho con atención— puede aliviar una cicatriz que llevaba años en silencio.
Y con uno mismo, también. Dejar de exigirse tanto. Dejar de empujarse a la productividad como medida de valor. A veces, reconocer que duele es más revolucionario que intentar superarlo. Porque solo desde ese reconocimiento empieza la posibilidad —no la garantía— de alivio.
Las cicatrices invisibles no son signo de debilidad. Son testimonio de resistencia. De historia. De humanidad. Son lo que nos recuerda que hemos vivido. Y que, aunque a veces duela, seguimos aquí. Respirando. Cargando. Sintiéndolo todo.
Y eso, en sí mismo, ya es una forma de valentía.
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