Hay días que no se viven, solo se resisten


No todos los días se viven. Algunos se sobreviven, se arrastran, se soportan como una carga invisible que pesa sobre el cuerpo y embota la mente. Hay días que no se recuerdan con cariño ni con nostalgia, sino con una especie de agradecimiento apagado: por haberlos pasado sin quebrarse del todo. Días que no dejan historia, ni anécdota, ni logro, pero sí huella. Huella en la forma en que el cuerpo se tensiona al despertar, en la manera en que los pensamientos se apilan sin orden, en el silencio que queda al final, cuando cae la noche y uno se da cuenta de que está agotado sin haber hecho nada extraordinario.

Hablar de estos días incomoda. La cultura del rendimiento los rechaza. En un mundo que exige ser productivo, motivado, brillante y resiliente, resistir suena a fracaso. Sin embargo, resistir también es una forma de vida. Hay jornadas donde abrir los ojos ya es una pequeña victoria. Levantarse de la cama, aunque sea por inercia, representa un acto íntimo de coraje. Comer algo, responder un mensaje, llegar al final del día sin colapsar: gestos mínimos que, en determinados contextos, son gestas épicas.

¿Por qué hay días que pesan tanto? Porque muchas veces arrastran cargas invisibles. El duelo, la ansiedad, la soledad, la incertidumbre, el miedo. Las emociones no avisan cuándo se instalarán ni cuánto tiempo se quedarán. A veces, simplemente aparecen. Uno despierta y sabe —sin razón concreta— que ese día será más difícil que otros. La tristeza no necesita un evento. La angustia no requiere explicación. Hay estados del alma que se instalan sin permiso y hacen del presente un terreno espeso, difícil de caminar.

Y sin embargo, esos días siguen siendo parte de la vida. Negarlos, taparlos con positividad forzada, no los hace desaparecer. Al contrario: los silencia, los condena al rincón de lo que no se debe decir. Pero el malestar emocional necesita ser nombrado para ser comprendido. Decir "hoy no puedo con todo", "hoy me duele estar aquí", "hoy solo resisto", es también un acto de honestidad. Es una forma de hacer visible una lucha que suele llevarse en soledad.

La mayoría de nosotros ha vivido esos días. Algunos los atraviesan por dentro sin que nadie lo note. Se duchan, se visten, sonríen, trabajan, cumplen. Pero por dentro, cada movimiento es una negociación entre el deber y la desesperanza. Otros, simplemente se retiran: no contestan llamadas, no salen, no se muestran. Y se culpan por ello. Porque hemos aprendido que no estar "bien" es fallar. Y esa idea es profundamente injusta.

No hay cuerpo que funcione igual todos los días. No hay mente que se mantenga siempre lúcida. No hay corazón que no se fatigue. Pretender una vida sin sombras es negar la naturaleza humana. Los días que se resisten también enseñan. Son una forma de mirar el límite. De escuchar lo que habitualmente se calla. De reconocer que hay momentos donde no se trata de avanzar, sino de no derrumbarse.

Desde una perspectiva crítica, podríamos decir que esta exigencia constante de vitalidad, alegría y eficiencia forma parte de un sistema que premia la productividad por encima del bienestar. En esta lógica, los días de resistencia son vistos como anomalías, como errores del sistema. Pero son reales, frecuentes y humanos. Invisibilizarlos no solo aísla a quienes los viven, también refuerza una narrativa falsa sobre lo que significa "vivir bien".

No todos los días tienen que ser luminosos. No todas las etapas tienen que estar llenas de sentido. A veces, el alma simplemente se cansa. Y está bien. Lo importante es no convertir esa fatiga en vergüenza. Resistir no es rendirse. Es sostenerse cuando todo alrededor parece tambalearse. Es el intervalo entre una caída y la posibilidad de un nuevo comienzo.

En los días que solo se resisten también hay sabiduría. Se aprende a escuchar el cuerpo. A entender que descansar no es perder el tiempo. Que no todo malestar tiene solución inmediata, y que está bien no tener respuestas. Que uno puede sentirse perdido y, aun así, no estar del todo extraviado. Se aprende a convivir con el silencio, con el sinsentido, con el vacío. Y a no temerles tanto.

Y, a veces, al final de esos días pesados, queda una certeza sencilla pero poderosa: se pudo. No como triunfo, sino como resistencia. No como gloria, sino como supervivencia. Se pudo respirar, aunque doliera. Se pudo estar, aunque no se quisiera. Se pudo pasar ese día sin caer del todo.

Y eso, aunque el mundo no lo celebre, también es vida.

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