Hay heridas que no sangran, pero siguen supurando recuerdos


No todas las heridas se ven. Algunas no tienen forma, ni color, ni superficie. No necesitan abrir la piel para doler. No dejan rastro en exámenes médicos ni piden vendas ni puntos. Pero supuran. No pus ni sangre, sino algo más persistente: memoria.

Hay heridas que viven en el tiempo, no en el cuerpo. Se abren cuando uno menos lo espera, a veces por una palabra, a veces por un silencio. Otras, por un olor, una canción, una fotografía olvidada en una caja. Son heridas sin forma fija, pero con presencia concreta. Nadie más las ve, pero uno las lleva a cuestas como quien arrastra una maleta invisible. A veces pesan poco. A veces no dejan caminar.

La sociedad está obsesionada con lo visible. Con lo que puede diagnosticarse, etiquetarse, fotografiarse. Pero el sufrimiento psíquico, emocional, histórico o simbólico no siempre se adapta a esos marcos. Hay dolores que se quedan por debajo del umbral de lo audible. Y sin embargo, son los que más moldean la forma de estar en el mundo.

Lo que supuran estas heridas no es el hecho, sino el eco. Porque no es solo lo que pasó, sino lo que quedó sin cerrar. El abandono no solo duele cuando ocurre, sino cada vez que uno recuerda lo que no dijo. El trauma no solo es el impacto, sino el silencio que lo siguió. La traición no hiere solo por el acto, sino por la confusión que deja: el preguntarse una y otra vez si uno no vio, si uno merecía, si uno falló.

El cuerpo tiene memoria. No siempre lo racionaliza, pero responde. Sudoraciones, insomnios, nudos en la garganta, migrañas recurrentes, palpitaciones. ¿Cuántas veces eso que llamamos “estrés” no es más que el reflejo de heridas que no sangran, pero siguen abiertas? El cuerpo habla con un lenguaje que casi nunca escuchamos, porque preferimos pensar que el pasado está enterrado. Pero no lo está. Solo se ha mudado de forma.

Y entonces llega la culpa. Porque estas heridas —al no ser visibles ni socialmente validadas— generan incomodidad. ¿Cómo justificar un dolor que no tiene fecha ni diagnóstico? ¿Cómo explicar que uno no está bien si todo “parece estar bien”? ¿Cómo ponerle nombre al vacío si ni siquiera hay un motivo claro? Así, muchas personas terminan dudando de su propio malestar. Lo niegan, lo minimizan, lo esconden. Pero la herida no desaparece. Solo aprende a esconderse mejor.

Vivimos en tiempos donde se exige la superación constante. Hay que “pasar página”, “sanar”, “reinventarse”. Como si todo fuera cuestión de voluntad o de actitud. Como si las heridas emocionales no necesitaran también procesos, tiempo, reconocimiento. El mandato de estar bien se convierte en una nueva forma de violencia: no se permite el duelo largo, ni el dolor incómodo, ni el recuerdo que persiste. El que no “sana” es visto como débil, como problemático, como insuficiente.

Pero ¿cómo se sana una herida que no se nombra? ¿Cómo se cierra lo que nadie reconoce que está abierto?

El problema no está en sentir, sino en que se nos enseña a no sentir demasiado. A fingir que la herida no existe. A empujarla al rincón más lejano de la conciencia. A funcionar como si nada. Y así, seguimos operando en automático, resolviendo tareas, cumpliendo expectativas, mientras en el fondo hay una parte de nosotros que sigue parada frente al abismo, esperando algo que no llega.

A veces no necesitamos que alguien nos salve, solo que alguien nos escuche. A veces no hace falta una solución, sino un espacio donde el dolor pueda existir sin ser cuestionado. Sin que nos apuren a cerrarlo. Sin que nos pregunten “¿y todavía te duele?”. Sí, todavía duele. Porque no sangra, pero tampoco cicatriza.

Estas heridas se sostienen porque el recuerdo no muere. Y no lo hace porque no se ha podido integrar. No se trata de olvidar, sino de recordar distinto. De resignificar. De poder contar la historia sin que nos quiebre. Pero para eso hace falta algo que no siempre está disponible: tiempo, seguridad, y sobre todo, permiso. Permiso para doler. Permiso para no estar bien. Permiso para hablar del dolor sin que eso sea visto como un signo de debilidad.

Y entonces aparece una verdad incómoda: algunas heridas tal vez nunca se cierren del todo. Algunas no buscan ser curadas, sino vistas. Nombradas. Entendidas. No todas piden ser superadas. Algunas solo exigen compañía. Y eso, en un mundo que valora la productividad por encima del cuidado, es profundamente subversivo.

Tal vez el camino no esté en dejar de doler, sino en aprender a vivir con eso. No como una condena, sino como una forma distinta de habitarse. Porque hay heridas que, aunque nunca se cierren, dejan de infectarse cuando se les da aire, palabra, presencia. Porque cuando uno deja de ocultarlas, dejan de supurar soledad.

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