La nostalgia es la patria de los que ya no pertenecen
Hay personas que viven en otro tiempo. No lo dicen, no lo anuncian. Siguen yendo al trabajo, saludan en los pasillos, responden correos. Pero no están del todo aquí. Se han ido, sin moverse. Se han exiliado del presente, y su única patria posible es la nostalgia.
La nostalgia no es un mero recuerdo decorado. Es más bien una forma de pertenencia rota. No se extraña lo que fue bueno, sino lo que fue hogar. Se anhela lo que alguna vez tuvo sentido, lo que organizaba el mundo de una forma reconocible. Lo que, aun imperfecto, albergaba. La nostalgia aparece cuando el presente se vuelve inhóspito, y el futuro no promete refugio. Entonces, el pasado se convierte en trinchera. Aunque sea imaginaria. Aunque no se pueda volver.
Ser nostálgico no es, como suele creerse, una debilidad o una melancolía frívola. Es una estrategia de supervivencia. Es el recurso último de quien ha perdido toda pertenencia concreta: al lugar, al idioma, a la familia, a la identidad. Por eso la nostalgia es la patria de los que ya no pertenecen. De los que fueron desplazados, olvidados o simplemente dejados atrás por una realidad que ya no los contiene.
No hace falta cambiar de país para vivir el exilio. A veces basta con mirar alrededor y no reconocer nada. La ciudad cambia, las calles cambian, los afectos cambian. Uno se queda, pero algo se va. La gente habla distinto, ama distinto, piensa desde códigos que ya no se comparten. La sensación de estar desfasado es una forma de desarraigo. Como quien asiste a una película cuya trama ya no comprende.
Quienes han vivido migraciones reales entienden esto con crudeza. El idioma, los gestos, los aromas del mercado, la música de fondo: todo eso se pierde. Y con ello, una parte de uno mismo. Pero también hay migraciones invisibles: cuando una familia se fragmenta, cuando un país se transforma hasta volverse irreconocible, cuando el cuerpo cambia por enfermedad o por edad y ya no se encuentra en el espejo. En todos esos casos, la nostalgia opera como un país simbólico. Un lugar mental donde se sigue existiendo, aunque el mundo real lo haya negado.
Sin embargo, hay un riesgo en vivir demasiado allí. La nostalgia puede ser abrigo, pero también cárcel. Su dulzura a veces anestesia. Se empieza recordando para aliviar el presente, pero se termina evitando el presente para quedarse en el recuerdo. Lo que fue deja de ser memoria y se vuelve refugio exclusivo. Y ahí se pierde algo fundamental: la capacidad de crear nuevas raíces.
Muchos sistemas sociales cultivan esta forma de exilio. La precarización del trabajo, la pérdida del sentido comunitario, el individualismo feroz: todo eso desarraiga. Todo eso obliga a vivir cada vez más lejos de uno mismo. Cuando el aquí y el ahora se vuelven hostiles o banales, el pasado se eleva como una promesa que ya no puede fallar. Es por eso que muchos discursos populistas recurren a una glorificación nostálgica: prometen volver a un tiempo idealizado, cuando en realidad solo ofrecen una identidad provisional a los despojados.
Pero también hay una nostalgia digna, lúcida, fértil. Aquella que no busca volver sino comprender. Que se atreve a mirar atrás no para instalarse, sino para dar nombre a lo perdido. Esa nostalgia no niega el presente, pero lo confronta. Lo obliga a hacerse cargo de lo que dejó atrás. Es la nostalgia que construye memoria, que recupera historias, que no deja que el olvido normalice el despojo.
Quien ha perdido pertenencia necesita símbolos. Y los recuerdos pueden serlo, si se los trata con respeto. Una fotografía no reemplaza una casa, pero puede sostenerla en el alma. Una canción no devuelve a un padre ausente, pero puede ser puente con lo que se fue. La nostalgia no debe combatirse como si fuera enfermedad. Debe ser leída como síntoma. De algo que fue, que aún duele, que aún importa.
En una época obsesionada con la inmediatez, la nostalgia incomoda. Es lenta, contemplativa, afectiva. No sirve para vender productos ni para crecer exponencialmente. Por eso se la caricaturiza o se la transforma en moda vacía. Pero en su fondo late una pregunta radical: ¿qué perdimos? ¿Qué parte de nosotros se fue con aquello que ya no está? ¿Y por qué el presente no alcanza?
Tal vez esa sea la clave: la nostalgia auténtica no busca negar el presente, sino volverlo habitable. No busca reescribir la historia, sino reinsertar en ella los hilos sueltos. Es el intento de sostener lo que alguna vez dio sentido. De no soltar del todo. De seguir caminando con los ausentes al lado.
Porque uno no siempre deja de pertenecer por decisión propia. A veces es el mundo el que te expulsa. Y en ese destierro, la nostalgia se convierte en tierra firme. Aunque sea interior. Aunque no se vea. Aunque duela.
No es nostalgia por volver. Es nostalgia por no desaparecer.
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