La tristeza a veces se disfraza de costumbre
La tristeza, cuando es nueva, se nota. Pesa, sacude, deja marcas visibles. Es punzante, incómoda, disruptiva. Pero con el tiempo se vuelve silenciosa. Se amolda a los gestos diarios, a las frases automáticas, a la expresión neutral que uno lleva como si fuera un uniforme. Y cuando llega ese punto, la tristeza ya no se muestra como dolor: se disfraza de costumbre.
Hay una forma de estar mal que ya no duele con intensidad, pero tampoco permite estar bien. Es un estado gris, intermedio, donde no hay lágrimas, pero tampoco entusiasmo. Se sobrevive. Se cumple. Se responde. Se avanza. Y desde afuera, todo parece estar en orden. Es precisamente esa normalidad la que engaña. Porque la tristeza, una vez instalada, aprende a no estorbar demasiado. Aprende a camuflarse.
Uno se levanta. Se viste. Trabaja. Conversa. A veces incluso ríe. Y sin embargo, hay una ausencia constante que acompaña cada gesto. Una falta de sentido que se ha vuelto tan habitual que ya no genera alarma. Como una lámpara que titila desde hace meses, pero a la que uno ya se acostumbró. Como una grieta en la pared que dejó de llamar la atención. Como un dolor de fondo que no impide caminar, pero que nunca desaparece.
Lo peligroso de esta forma de tristeza es que no se reconoce fácilmente. No porque no esté, sino porque se ha vuelto parte del paisaje. Es la tristeza que no necesita detonantes evidentes. La que no explota, sino que erosiona. Y que, al no mostrarse como crisis, rara vez se trata como tal.
Socialmente, estamos preparados —hasta cierto punto— para responder a la tristeza evidente: el duelo reciente, la pérdida concreta, la ruptura inesperada. Pero la tristeza que se acumula día tras día, como polvo que no se limpia, rara vez encuentra un espacio legítimo. Porque no tiene escándalo. No interrumpe. No incomoda. Solo habita.
Y sin embargo, tiene consecuencias. Porque esa tristeza disfrazada de rutina se filtra en las decisiones, en la forma en que nos relacionamos, en la manera en que hablamos con nosotros mismos. Puede disfrazarse de apatía, de cinismo, de agotamiento. Puede parecer desgano o falta de interés, cuando en realidad es un duelo prolongado, un cansancio emocional que se ha vuelto parte de la identidad.
Muchas veces, esta tristeza nace de renuncias que no se hicieron del todo conscientes. Sueños aplazados. Cambios no elegidos. Amores que no se cerraron. Partidas que se aceptaron con la boca pero no con el alma. Es un tipo de dolor que no grita, pero que se instala. Y como no se habla de él, se le da espacio. Se le hace cama. Se le sirve café.
La costumbre tiene esa habilidad paradójica de hacer habitable incluso lo que debería incomodarnos. Y en eso, la tristeza encuentra su escondite perfecto. Uno empieza a vivir a medias y lo llama “madurez”. Deja de esperar y lo llama “realismo”. Baja la voz de sus deseos y lo llama “prudencia”. Pero, en el fondo, lo que está ocurriendo es que la tristeza ha hecho hogar.
Por eso, no se trata solo de “estar triste” o “no estarlo”. Se trata de reconocer cuándo la tristeza ha dejado de ser emoción para convertirse en estructura. Cuando ya no es una visita incómoda, sino una inquilina silenciosa. Y lo más grave: cuando uno empieza a confundirse y a pensar que eso es lo normal. Que vivir es eso. Que no hay otra forma. Que el entusiasmo fue una fase ingenua.
En ese punto, cualquier gesto de alegría auténtica puede parecer sospechoso. Cualquier entusiasmo puede parecer infantil. Y el mayor peligro: uno empieza a construir toda su vida desde esa melancolía silenciosa. Elige lo que no duela. Lo que no comprometa. Lo que no desborde. Y así, se evita el sufrimiento, sí, pero también el goce. También el riesgo. También lo vivo.
Romper con esa costumbre no es fácil. Porque implica reconocer que hemos estado mal durante más tiempo del que queremos admitir. Implica enfrentar decisiones que fueron tomadas desde el miedo o la resignación. Implica, muchas veces, incomodar a otros. Romper el guion que se esperaba de nosotros. Pero sobre todo, implica incomodarse a uno mismo. Atreverse a preguntar si esto que vivimos es lo que realmente queremos vivir, o simplemente lo que aprendimos a soportar.
La tristeza no siempre necesita grandes catarsis para ser transformada. A veces basta con un acto pequeño de sinceridad. Con un momento en que uno se permite sentir, sin juicio. A veces basta con hacer espacio al deseo. Con recuperar una pasión antigua. Con hablar, sin temor a que lo que se diga resulte “demasiado”. Porque la tristeza se alimenta de silencios. Y cuando se le pone nombre, se empieza a mover.
Esto no significa que la tristeza deba desaparecer. No siempre es posible, ni siempre es necesario. La tristeza tiene también su función: nos conecta con lo que fue importante, con lo que aún duele, con lo que merece duelo. Pero lo que no debe permitirse es que se disfrace sin permiso. Que se instale sin ser reconocida. Que nos convenza de que no hay más vida que esta rutina sin pulso.
A veces, lo más valiente no es salir corriendo a cambiarlo todo. A veces, lo verdaderamente radical es mirarse con honestidad y preguntarse: ¿esto que siento cada día… es lo que merezco? Porque si la respuesta es no, entonces el disfraz ha sido descubierto. Y esa es la primera señal de que algo puede —y debe— cambiar.
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