Las historias que no se cuentan siguen viviendo en el cuerpo


No todas las historias llegan a ser contadas. Algunas se quedan atrapadas entre la garganta y el pensamiento. Se esconden, se disuelven en gestos, se disimulan con sonrisas, se enmudecen con el paso del tiempo. Pero eso no significa que desaparezcan. Lo que no se dice, lo que no se nombra, encuentra otra forma de manifestarse. Y en muchos casos, el cuerpo se convierte en el espacio donde esas memorias no narradas siguen existiendo. No como palabras, sino como tensión, enfermedad, insomnio, cansancio crónico o tristeza inexplicable.

El cuerpo no olvida. Guarda todo lo que no se pudo decir a tiempo, lo que no se quiso recordar, lo que se minimizó para poder seguir. Es un archivo silencioso, una memoria somática donde se inscriben los eventos no digeridos. No solo las grandes heridas —un abuso, una pérdida, una humillación— sino también las pequeñas traiciones cotidianas: callarse lo que se pensaba por miedo, aceptar lo que no se quería por obligación, mantenerse en silencio ante la injusticia.

La psicología somática y la neurociencia lo han demostrado: las experiencias emocionales intensas que no se procesan se almacenan en el sistema nervioso y se manifiestan, tarde o temprano, en el cuerpo. Dolores sin causa médica clara, rigidez muscular, palpitaciones, dificultades respiratorias, agotamiento. El cuerpo habla el idioma de lo no dicho. Y cuando no se lo escucha, grita.

Pero esta no es solo una cuestión médica. Es también una cuestión cultural. Vivimos en sociedades donde el cuerpo ha sido históricamente silenciado, especialmente ciertos cuerpos: el de las mujeres, el de las personas racializadas, el de los marginados, los enfermos, los disidentes. Cuerpos cuya historia se ha negado, censurado o estetizado para comodidad de otros. En ellos, el peso de lo no contado se multiplica. No solo porque cargan sus historias personales, sino porque también encarnan una historia colectiva de silencio impuesto.

En muchas culturas, el dolor físico ha sido la única forma aceptable de hablar del sufrimiento emocional. “Me duele la cabeza”, “me siento sin energía”, “no puedo dormir”, cuando en realidad lo que no se puede es llorar, hablar, confiar, recordar. Y así el cuerpo se convierte en la única vía de expresión posible. Escribir, por ejemplo, ha sido para muchos una forma de dar palabra a lo que el cuerpo ha gritado en silencio durante años.

Es en este punto donde se revela una verdad incómoda: el cuerpo recuerda incluso cuando uno cree haber olvidado. El cuerpo archiva incluso cuando uno niega. Y esas historias no contadas siguen operando desde dentro. Condicionan decisiones, relaciones, deseos. No se ven, pero se sienten. No se escuchan, pero dirigen. Y, en muchos casos, se transmiten. Porque lo que no se cuenta también se hereda.

En familias donde el trauma no se habla, los hijos suelen crecer con una intuición inexplicable de que algo anda mal. En sociedades que no reconocen sus violencias históricas, los cuerpos siguen cargando la memoria del miedo. El silencio, aunque parece proteger, en realidad perpetúa. Y en esa perpetuación, el cuerpo es campo de batalla.

Por eso contar no es solo narrar. Contar es liberar. Nombrar una historia, ponerle voz, hacerla circular, es una forma de dejar de cargarla solo con el cuerpo. No siempre se puede hacer en voz alta. A veces se escribe, a veces se pinta, a veces se baila, a veces se llora. Pero cualquier gesto que le permita a esa historia salir, aunque sea parcialmente, es ya un acto de reparación.

La crítica aquí es doble: por un lado, hacia las estructuras que han enseñado que hay cosas que es mejor callar, que es mejor guardar, que no se deben decir. Y por otro, hacia la negación individual, hacia esa idea de que lo que no se nombra desaparece. Porque no es así. Lo que no se dice se transforma en peso. Y vivir con ese peso, día tras día, es también una forma de desgaste, de resistencia muda.

No hay un camino único para liberar al cuerpo de las historias que guarda. No se trata de forzar a hablar lo que aún no encuentra palabras. Se trata, más bien, de crear espacios donde lo no dicho pueda existir sin miedo. De acompañar el proceso de quienes no pueden narrar en voz alta. De comprender que a veces el lenguaje llega tarde, pero el cuerpo ya lleva años contando.

Y cuando finalmente se dice, cuando por fin esa historia encuentra su forma, algo cambia. No siempre desaparece el dolor. Pero se transforma. Deja de ser una carga muda para convertirse en parte de una narrativa. Y eso, aunque no cure del todo, libera. Libera al cuerpo, libera a la memoria, y libera la posibilidad de vivir sin tener que resistir el peso de lo no dicho.

Porque las historias que no se cuentan no mueren. Solo esperan. En los músculos, en la piel, en la mirada. Esperan ser reconocidas. Esperan ser contadas. Y sobre todo, esperan ser escuchadas.

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