Lo que el cuerpo grita cuando el alma calla
El silencio no siempre es ausencia de palabras. A veces es exceso. Demasiado que decir y ningún lugar seguro para decirlo. Hay silencios que se escogen para proteger, otros que se imponen por miedo, vergüenza, o por el peso de lo que no puede ser nombrado sin que se desmorone algo dentro. Pero el cuerpo, a diferencia del lenguaje verbal, no necesita permiso para expresarse. No negocia. No reprime sin dejar huella. Cuando se le pide que calle, encuentra otras formas de hablar.
Lo hace con insomnio, contracturas, ansiedad difusa. Con palpitaciones que no tienen causa física aparente. Con dolores que no se explican en ningún estudio clínico. Lo hace con fatiga persistente, con náuseas inexplicables, con esa respiración entrecortada que llega sin previo aviso. El cuerpo habla porque guarda memoria, y la memoria no desaparece solo porque decidamos no mencionarla.
Durante mucho tiempo, la cultura occidental separó el cuerpo de la mente, como si una cosa pudiera funcionar sin la otra. El pensamiento era razón, el cuerpo era herramienta. Pero hoy sabemos —aunque aún no lo aceptemos del todo— que la frontera entre uno y otro es ilusoria. Todo lo que no se elabora emocionalmente encuentra una vía somática. No hay dolor emocional que no se manifieste, tarde o temprano, en el cuerpo.
Esto no significa que cada dolencia física sea fruto de un conflicto psicológico. Sería irresponsable reducir el cuerpo a símbolo. Pero tampoco podemos ignorar que la represión emocional sostenida, el trauma no nombrado, las pérdidas no lloradas o los miedos no enfrentados terminan encontrando un modo de salir a la superficie. Y el cuerpo, silenciosamente, se convierte en mensajero.
En contextos donde expresar dolor es signo de debilidad, donde se premia la productividad sin pausa y se castiga la vulnerabilidad, el cuerpo toma el lugar del lenguaje. Se convierte en territorio político: allí donde no está permitido el quiebre emocional, aparece el síntoma. Allí donde no se puede decir “no puedo más”, llega la enfermedad que obliga a parar.
Las cifras de trastornos psicosomáticos, ansiedad crónica, fibromialgia, colon irritable y otras dolencias sin causa médica evidente han crecido de forma sostenida. Pero más allá de los diagnósticos, hay un fenómeno más profundo: una desconexión generalizada con el propio cuerpo, como si fuera un vehículo ajeno, un enemigo silencioso, una entidad que nos traiciona sin razón. Sin embargo, el cuerpo no traiciona. El cuerpo recuerda.
Recuerda lo que evitamos. Recuerda los abusos no contados, las culpas sin duelo, las renuncias impuestas, los “estoy bien” repetidos cuando todo en nosotros gritaba lo contrario. Y su forma de recordar es visceral: interrumpe, incomoda, obliga a detenerse. El cuerpo no busca venganza, busca equilibrio. Pero si no lo escuchamos, intensifica su mensaje.
El problema es que no fuimos educados para interpretar ese lenguaje. Nos enseñaron a ignorar las señales, a tomar un analgésico, a seguir como si nada. El cuerpo molesta cuando reclama. Y sin embargo, esa molestia puede ser la única oportunidad que tengamos de reencontrarnos con lo que hemos negado. La única forma que tenemos de iniciar un diálogo que no empieza con palabras, sino con síntomas.
En muchas culturas indígenas o sistemas filosóficos orientales, esta conexión entre cuerpo y emoción nunca se rompió. El cuerpo no es solo biología, sino biografía. Lo que vivimos queda inscrito en él, incluso si lo olvidamos mentalmente. El llanto contenido durante años, la rabia escondida, el deseo reprimido... todo eso no desaparece. Solo cambia de lugar.
Por eso, el trabajo emocional profundo no consiste en recordar de forma intelectual, sino en permitir que el cuerpo también diga lo suyo. A veces se logra en terapia, a veces en el arte, en el movimiento, en la meditación, en la escritura o en el llanto contenido por décadas. Lo importante es abrir una vía para que lo no dicho encuentre forma, porque si no se libera de forma consciente, el cuerpo se encargará de hacerlo a su modo.
Este reconocimiento no es una sentencia. No significa que el dolor físico sea culpa personal. Significa que es legítimo preguntarse qué parte de lo que sentimos tiene raíces que no están solo en lo biológico. Y significa, sobre todo, que es hora de dejar de tratar al cuerpo como un enemigo al que hay que silenciar.
Escuchar al cuerpo es un acto de valentía. Significa prestarle atención cuando duele, pero también cuando tiene miedo, cuando se tensa, cuando se paraliza sin motivo. Significa aceptar que no somos máquinas que pueden seguir funcionando sin pausa. Significa abrir espacio para el autocuidado sin culpa. Y significa, también, reconciliarnos con la historia que el cuerpo ha tenido que cargar cuando las palabras no alcanzaban.
Quizás nunca logremos traducir todos sus mensajes. Pero solo el intento de escucharlo ya es una forma de sanación. Porque cuando el cuerpo habla, no lo hace para castigarnos. Lo hace para recordarnos que no todo está resuelto. Que aún hay algo que pide ser atendido. Que el silencio no es olvido, sino postergación.
Y tarde o temprano, todo lo postergado regresa. Mejor que nos encuentre dispuestos a mirarlo.
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