Los recuerdos también enferman si no se airean


Los recuerdos, como los objetos antiguos guardados demasiado tiempo en un desván cerrado, también se pudren. Se llenan de moho, de polvo, de una humedad densa que no se ve, pero se siente. Al igual que una habitación sin ventanas, la memoria necesita ventilación: palabras, silencios compartidos, llanto, risa, o simplemente el acto de nombrar lo que fue. Si no, los recuerdos enferman. Y con ellos, lentamente, también lo hace quien los guarda.

No se trata de aferrarse al pasado. Se trata de permitir que exista. De no condenarlo al encierro en una caja sellada. En una sociedad obsesionada con avanzar, mirar atrás suele considerarse debilidad, pérdida de tiempo o, en el mejor de los casos, melancolía inútil. Pero lo que no se mira no desaparece. Solo se acomoda en las esquinas más vulnerables del cuerpo: en la nuca tensa, en el estómago que se cierra, en el insomnio crónico o en esa tristeza sin causa que brota sin previo aviso.

Hay recuerdos que pesan porque nunca fueron compartidos. Porque nadie preguntó. Porque no hubo lugar. Porque la herida era demasiado íntima para ser mostrada. Pero el silencio no es olvido. Es acumulación. Y lo acumulado, cuando no se ventila, fermenta. Grita desde adentro. Se vuelve sombra constante.

Airear los recuerdos no siempre significa contarlos. A veces, significa reconocerlos para uno mismo. Nombrarlos sin miedo. Admitir que ciertas cosas dolieron, marcaron, o dejaron un vacío. Significa sacarles la costra del tiempo, volver a tocarlos con los dedos del presente, no para revivirlos, sino para darles lugar. Para que no devoren desde adentro.

En contextos familiares, por ejemplo, los recuerdos silenciados se vuelven heridas heredadas. Secretos que no se nombran, ausencias no explicadas, traumas convertidos en tabú. Todo eso se transmite. Aunque no se diga. Porque el cuerpo de una familia también guarda memoria. Y lo que no se airea en una generación, suele explotar en la siguiente.

Lo mismo ocurre a nivel colectivo. Hay pueblos enteros que enferman por recuerdos negados: dictaduras silenciadas, guerras mal contadas, dolores tapados bajo relatos oficiales. Las memorias que no se ventilan se enquistan en la cultura. Generan miedo, culpa, resentimiento. La historia no digerida no es pasado: es una amenaza presente.

A nivel individual, no es distinto. Los recuerdos que se guardan con vergüenza —esas culpas, esos errores, esas pérdidas— comienzan a corroer desde lo invisible. Y no siempre se presentan como lo que son. A veces se camuflan como rigidez emocional, como rechazo al amor, como incapacidad para confiar o como una tristeza que no se puede explicar. Como si el pasado no procesado buscara filtrarse en la vida que sigue, exigiendo su derecho a ser reconocido.

A veces se cree que recordar es quedarse estancado. Pero lo estancado no es el recuerdo: es su represión. El que recuerda y elabora, camina. El que guarda y encierra, se ancla. No se trata de vivir en el ayer, sino de dejar de pelear contra él. De permitirle un lugar en el relato de quien somos. Porque lo que no se cuenta se convierte en un eco incesante. Un eco que altera cada conversación, cada vínculo, cada decisión.

El aire es metáfora y necesidad. Airear no significa publicar. Significa dar luz. Revisar lo vivido sin juicio. Con ternura incluso. Con el coraje de quien sabe que recordar no es retroceder, sino atreverse a integrar. Porque los recuerdos no desaparecen con el tiempo: se camuflan. En gestos, en hábitos, en frases automáticas. Y cuando enferman, no lo hacen con estruendo, sino con desgaste lento.

Escribir, por ejemplo, puede ser una forma de airear. No para convertir el dolor en literatura, sino para abrir una ventana interna. La escritura, al igual que la terapia, la conversación o el arte, ventila. Le da forma a lo inasible. Lo convierte en relato, y todo relato implica un principio de sanación: lo que se cuenta ya no domina por completo.

A veces, también hay que aceptar que no todo recuerdo se puede compartir. No todas las heridas encuentran escucha. Pero incluso en soledad, el acto de reconocer lo vivido ya es una forma de oxigenar. De soltar. De dejar que entre el aire en ese cuarto cerrado que uno lleva dentro.

No se trata de romantizar el pasado. Ni de vivir para revisarlo. Se trata de comprender que lo que no se airea no se va. Se acumula. Se convierte en carga. Y la carga, cuando se vuelve costumbre, pasa desapercibida, pero no deja de pesar.

En un mundo que empuja al olvido rápido, recordar con conciencia es un acto radical. No para quedarse atrapado, sino para recuperar la voz. Para decir: esto también fui, esto también viví, esto también me formó. Y al decirlo, permitir que el recuerdo respire. Que no enferme. Que no paralice.

Porque los recuerdos —como los espacios cerrados— necesitan ventanas. O los habita la sombra.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido