No estamos rotos, solo en proceso de reconstrucción

No estamos rotos, aunque a veces lo parezca. Aunque miremos nuestras propias grietas como si fueran sentencias, como si haber cambiado fuera una forma de traición a quienes fuimos. Aunque el cansancio pese como una segunda piel y el silencio se convierta en una manera de proteger lo que no sabemos cómo decir. No estamos rotos. Estamos en proceso.

La cultura de la perfección nos ha convencido de que toda desviación del ideal es una falla. Que todo lo que no encaja, todo lo que duele, todo lo que se cae, es señal de algo irreparable. Pero lo cierto es que hay procesos que no se ven desde fuera. Cicatrices que tardan años en cerrarse. Cambios que solo se comprenden en retrospectiva.

No estamos rotos. Estamos reconstruyéndonos.

Y eso es más difícil de lo que parece. Porque reconstruirse no es pegar piezas. No es volver al estado anterior. Es reconocer que algunas partes ya no encajan, que otras deben dejarse atrás, que lo que se perdió no siempre vuelve, y que lo nuevo no llega sin su propio precio. Es aceptar que la versión que emerge puede ser más honesta, más compleja, más fuerte, pero también más incierta.

La reconstrucción exige tiempo. Pero sobre todo, exige espacio interno. No solo para sanar, sino para soltar la presión de volver a ser quienes fuimos antes del dolor, antes de la pérdida, antes del quiebre. Porque ese ideal también es una forma de negación. No volveremos a ser los mismos, y eso está bien. Hay dignidad en cambiar.

Romperse no es el problema. El problema es fingir que no pasó.

Muchas personas caminan por el mundo intentando esconder sus grietas, disfrazando con funcionalidad una fractura emocional, tapando con logros un duelo no procesado. Pero lo no dicho, lo no sentido, lo no asumido... permanece. Y a menudo se manifiesta en otros lugares: en el cuerpo, en las relaciones, en las decisiones impulsivas, en la incapacidad de estar en silencio sin sentirse vacío.

Reconstruirse implica dejar de temerle a esas grietas. Entender que no nos invalidan, nos humanizan. Que nombrar lo que duele no nos hace débiles, sino más conscientes. Y que el verdadero problema no es estar en ruinas, sino negar que lo estamos mientras seguimos construyendo encima.

¿Y si el proceso no es lineal? No lo es. Hay días de claridad y otros de retroceso. Hay momentos en que uno cree haber avanzado kilómetros y de pronto basta una imagen, una palabra, una ausencia, para volver al mismo lugar. Pero no es el mismo lugar. Porque uno ya no es el mismo. Aun cuando el dolor se parezca, uno ha cambiado.

No estamos rotos. Estamos adaptándonos a lo que la vida nos ha quitado y a lo que nos ha revelado. Estamos aprendiendo a sostenernos sin los mismos apoyos. Estamos probando nuevos mapas sin garantías. Y eso también es una forma de valor.

La sociedad no siempre reconoce ese esfuerzo. Aplaude lo visible: la productividad, la estabilidad, el éxito narrable. Pero no celebra lo invisible: el hecho de seguir levantándose, de no rendirse del todo, de haber elegido seguir caminando aunque no haya un destino claro. Y sin embargo, es en esos momentos donde más se define quiénes somos.

Reconstruirse también implica redefinir el significado de fuerza. No como dureza ni invulnerabilidad, sino como capacidad de mantenerse presente en medio del colapso. Como voluntad de seguir preguntándose quién se quiere ser, incluso cuando todo alrededor invita al cinismo o al cierre emocional.

Porque hay heridas que no se curan, pero se vuelven parte de la piel. Y uno aprende a caminar con ellas, no como una carga, sino como parte de su historia. No todas las cicatrices son fracasos; algunas son recordatorios de que sobrevivimos a lo que parecía insuperable.

No estamos rotos. Estamos buscando nuevas formas de habitarnos.

Eso implica escuchar lo que hemos evitado. Mirar de frente lo que duele. Renunciar a explicaciones fáciles. Y, sobre todo, dejar de compararnos con los demás. Porque la reconstrucción es un proceso profundamente íntimo. Nadie puede vivirlo por otro. Nadie puede medir desde fuera lo que cuesta sostenerse de pie en algunos días.

Y sí, a veces quisiéramos respuestas. Un cierre claro. Una explicación lógica al caos. Pero reconstruirse también es aceptar que algunas respuestas no llegarán. Que hay vacíos que no se llenan, solo se rodean. Que hay pérdidas que no se superan, solo se integran. Que no todo dolor tiene un propósito, pero sí puede tener una consecuencia: la posibilidad de crecer.

Volver a confiar, volver a sentir, volver a amar… todo eso es parte del proceso. Y no siempre se da al ritmo que quisiéramos. Pero hay que recordarlo: no estamos atrasados, ni fallando. Estamos vivos, y vivir —en serio— implica atravesar.

Cuando uno se reconstruye, aprende a hablar con más suavidad. Con otros, pero sobre todo consigo. Aprende a leer los silencios, a aceptar los días grises, a distinguir entre estar solo y estar vacío. Aprende que no todo se resuelve, y que está bien no tener todas las respuestas.

No estamos rotos. Estamos habitando el proceso de ser con más verdad.

Y eso, aunque duela, también es belleza.

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