No toda distancia se mide en kilómetros; algunas duelen más sin moverse

La distancia no siempre necesita mapas. A veces se instala en una mirada que ya no busca, en una conversación que se repite como trámite, en una mesa compartida donde cada quien mastica en silencio su soledad. No hace falta cruzar océanos ni subirse a un avión para sentirse lejos. Hay distancias que suceden en el mismo cuarto, a pocos centímetros, y sin embargo duelen como si fueran exilios.

Vivimos creyendo que lo cercano es lo que se toca, lo que se ve, lo que está en presencia física. Pero hay otras formas de cercanía y otras formas más sutiles —y devastadoras— de alejamiento. La distancia emocional, aunque no se pueda fotografiar, tiene peso. No se puede medir con GPS, pero puede sofocar una casa, desarmar una familia, agotar un vínculo.

Es fácil ignorarla porque no hace ruido. No hay maletas, no hay puertas que se cierren con estruendo, no hay despedidas dramáticas. Solo una lenta erosión de lo que antes era presencia viva. El otro está, pero no está. Uno responde, pero no escucha. Se convive, pero no se comparte. Lo que una vez fue territorio compartido ahora es zona neutral.

La paradoja es que muchas veces estas distancias nacen del intento de estar cerca. Cuanto más se exige, cuanto más se espera, cuanto más se teme perder, más se aleja lo que se intenta retener. La distancia emocional no surge siempre del desinterés, sino también del miedo. A veces dejamos de hablar no porque no haya nada que decir, sino porque ya no sabemos cómo decirlo sin romper más. Y en ese silencio prudente, lo que se rompe es la conexión.

No toda distancia tiene explicación racional. Hay vínculos que se enfrían sin una causa clara. Simplemente dejan de latir. O tal vez lo que se enfría no es el vínculo, sino la posibilidad de sostenerlo desde la verdad. Es entonces cuando el afecto se transforma en esfuerzo, la compañía en deber, la conversación en superficie. Y sin darnos cuenta, construimos entre nosotros una distancia que no sabemos cómo recorrer.

Estas distancias son especialmente dolorosas porque no permiten duelo. No hay ruptura clara que habilite el cierre. El otro sigue allí, en presencia, pero no en esencia. Se trata de una ausencia que no se puede nombrar del todo, y por eso se soporta más tiempo del que se debería. Y cada día que pasa, el vacío se acomoda mejor, como un huésped no invitado que terminó por quedarse.

En las relaciones de pareja, esto se manifiesta en camas compartidas con cuerpos que no se tocan. En mensajes que se responden por compromiso. En planes donde la ilusión ya no está. Pero también ocurre en amistades largas, donde el afecto fue real pero el tiempo lo volvió paisaje. O entre padres e hijos, donde la brecha no es de generaciones, sino de no haberse sabido ver.

Hay también una forma de distancia interna: la que uno siente consigo mismo. Estar en un lugar, cumplir una rutina, y sin embargo no reconocerse. Hacer lo que se supone que hay que hacer, pero sentir que algo quedó atrás, que uno se alejó de lo que alguna vez quiso ser. Esta forma de exilio es silenciosa y persistente, porque nos convierte en desconocidos dentro de nuestra propia vida.

Lo más inquietante de estas distancias que no se miden en kilómetros es que son difíciles de revertir. No basta con acercarse físicamente. Volver a mirar, volver a preguntar, volver a escuchar: todo eso requiere voluntad, pero también coraje. Porque implica admitir que algo se perdió. Que algo se dejó secar. Y eso duele más que estar lejos por razones externas.

Tal vez la clave esté en nombrarlas. En decir: “te siento lejos” antes de que sea demasiado tarde. En atreverse a interrumpir la inercia del día a día con una pregunta incómoda pero honesta. En dejar espacio para que el otro también reconozca su exilio. Porque muchas veces ambas partes están sintiendo lo mismo, pero atrapadas en el miedo de confirmarlo.

Recordemos que el amor, la amistad, el vínculo profundo, no se sostienen solos. No basta con no irse. A veces quedarse sin presencia, sin interés, sin afecto explícito, es una forma más cruel de irse. Por eso, cuando sentimos que hay distancia aunque el otro esté ahí, es una señal que merece ser atendida.

Porque no toda distancia se mide en kilómetros. Algunas, las más duras, ocurren sin mover un solo paso.


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