No todos los refugios son seguros; algunos también encierran


En algún punto de la vida, todos buscamos refugio. Un lugar, una persona, una rutina, una creencia. Algo que nos salve del caos, del dolor, del vacío. El refugio es una promesa: de calma, de contención, de pausa. En un mundo que exige velocidad, exposición y resistencia, buscar resguardo parece no solo legítimo, sino necesario.

Pero lo que no siempre se dice es que no todos los refugios son seguros. Algunos también encierran.

Porque hay formas de protección que se convierten en cárcel. Espacios que nacieron como abrigo, pero que con el tiempo se transforman en límites. Lugares donde uno se queda demasiado tiempo, no porque está bien, sino porque teme lo que hay afuera. Y así, lo que empezó como elección se convierte en trampa. Lo que era contención se vuelve encierro. Lo que era pausa se transforma en estancamiento.

Pensamos que el refugio es siempre sinónimo de alivio. Pero a veces, es solo una forma más sofisticada del miedo. Hay personas que permanecen en vínculos tóxicos porque, aunque duelan, les resultan más conocidos que la soledad. Hay quienes se esconden en trabajos que los apagan porque, al menos, les dan estabilidad. Hay quienes no sueltan sus certezas porque enfrentarse al abismo de lo incierto les resulta insoportable.

Y ese miedo se disfraza. Se llama responsabilidad, madurez, compromiso. Pero es miedo. Miedo a exponerse. A elegir. A perder. A volver a empezar. A no saber. Entonces el refugio se convierte en coartada. En excusa. En un muro que protege, sí, pero también aísla.

El problema de los refugios inseguros es que no siempre se reconocen como tales. No tienen barrotes, no tienen llave. Nadie te obliga a quedarte. El encierro es mental, emocional, simbólico. Es uno mismo quien lo sostiene, quien lo justifica, quien lo renueva día tras día.

Y salir no es tan fácil como decir “me voy”. Porque hay refugios que ya han calado en la identidad. Que se han vuelto forma de vida. Que han moldeado la percepción del mundo. Y abandonarlos implica no solo enfrentar el exterior, sino también desaprender lo que uno fue mientras estuvo adentro.

A veces el encierro está en la costumbre. En el lenguaje con el que nos hablamos a nosotros mismos. En los límites que aceptamos sin cuestionarlos. En las ideas heredadas que nunca pusimos bajo la lupa. En los afectos que aceptamos por miedo a no encontrar otros. En los silencios que mantenemos para no incomodar.

Incluso el cuerpo puede ser refugio y prisión a la vez. Refugio porque es lo único que nos contiene; prisión porque guarda miedos, traumas y memorias que no siempre sabemos cómo liberar. Hay quienes se esconden en su cuerpo del mundo, pero también de sí mismos. Porque refugiarse en uno mismo, sin abrir la puerta hacia afuera, puede volverse claustrofóbico.

La paradoja está en que algunos refugios que nos salvan del dolor inicial terminan impidiéndonos crecer. Nos protegen del golpe, sí, pero también del movimiento. Nos dan un techo, pero no horizonte. Y la vida, por definición, necesita apertura. Riesgo. Exposición. Vulnerabilidad.

¿Entonces hay que renunciar a los refugios? No. Lo que hay que hacer es aprender a reconocer cuándo dejan de ser necesarios. Cuándo dejan de cuidar y empiezan a limitar. Cuándo ya no nos contienen, sino que nos retienen. Cuándo la seguridad se convierte en miedo estructurado.

Porque no es el refugio en sí lo que encierra. Es nuestra relación con él. Nuestra incapacidad para decir “ya fue suficiente”. Nuestra dificultad para soltar lo que alguna vez funcionó, pero ya no sirve. Nuestro apego a la protección, incluso cuando ya no la necesitamos.

El desafío está en hacer de los refugios estaciones, no destinos. Espacios de pausa, no de permanencia. Lugares de tránsito, no de encierro. Saber agradecer lo que ofrecieron, pero no convertirlos en norma. Usarlos para sanar, no para esconderse del mundo.

Y cuando se reconoce que un refugio ha comenzado a encerrar, lo más difícil no es salir, sino aceptarlo. Porque implica admitir que se ha vivido en un lugar donde ya no se es libre. Que la comodidad se volvió resignación. Que la paz era, en realidad, anestesia.

Pero también es un acto de valentía. De madurez. De autenticidad. Porque quien se atreve a dejar un refugio que ya no le hace bien, está eligiendo el riesgo de ser. El riesgo de sentir. El riesgo de moverse, de equivocarse, de perder y volver a empezar. Está eligiendo vivir.

Entonces, más que temerle a los refugios, hay que temerle a no saber cuándo dejarlos atrás. A no tener el coraje de abrir la puerta desde dentro. A olvidar que lo seguro no siempre es lo justo. Que lo conocido no siempre es lo mejor. Que lo cómodo puede ser, en el fondo, una forma de renuncia.

Porque al final, vivir también es salir del refugio. Atravesar el miedo. Exponerse. Y, sobre todo, confiar en que, aunque el mundo no siempre sea amable, al menos es real. Y que nada —ni siquiera el dolor— duele tanto como el encierro sostenido por uno mismo.

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