Quien no recuerda su dolor está condenado a repetirlo


El dolor no educa por sí solo. Lo que enseña es la memoria que se tiene de él. No basta con haber sufrido; hay que recordar cómo, por qué y para qué. Solo entonces el dolor deja de ser herida abierta y se convierte en cicatriz con forma de advertencia.

En una sociedad que premia el olvido y acelera el paso cada vez que la incomodidad aparece, recordar el dolor es un acto subversivo. “Superarlo” —nos dicen— es avanzar, mirar hacia adelante, no cargar lastres. Pero lo que no se nombra, vuelve. Lo que no se enfrenta, se repite. Lo que se entierra vivo, termina por resucitar en la peor versión de sí mismo.

Hay dolores personales, íntimos, casi inconfesables: una pérdida, un abandono, una traición. También hay dolores colectivos, históricos, sistemáticos: una guerra, una dictadura, una exclusión. Pero todos tienen algo en común: si no se elaboran con conciencia, se reciclan en forma de patrón. Es el individuo que repite relaciones destructivas sin saber por qué. Es la sociedad que vuelve a abrazar el autoritarismo creyendo que esta vez será diferente. Es el cuerpo que enferma por lo que la mente niega.

Recordar el dolor no es revolcarse en él. Es mirarlo de frente. Comprender su estructura, sus causas, sus consecuencias. Es preguntarse: ¿Qué parte de esto fue inevitable y qué parte fue ignorancia, miedo, o decisión ajena? Porque en esa distinción empieza la prevención. El dolor solo es útil si se transforma en conciencia.

No es casual que muchas políticas de poder se basen en el borrado de la memoria. Los regímenes que violentan, torturan o excluyen suelen ofrecer después pactos de silencio. “Es mejor no remover el pasado” se dice, como si recordar fuera un acto de agresión. Pero es todo lo contrario: recordar es poner límite, marcar una línea, dejar claro que no todo se puede repetir impunemente.

En el terreno personal sucede lo mismo. Muchas personas, con la mejor intención, invitan al olvido como solución. “No pienses más en eso”, “ya pasó”, “tienes que seguir con tu vida”. Pero esas frases suelen ocultar una incomodidad: el dolor del otro nos confronta con el nuestro. Nos recuerda que también nosotros fuimos heridos, que también tenemos algo pendiente por comprender. Entonces preferimos rodear el silencio con frases de consuelo que, en el fondo, son formas de no mirar.

Sin embargo, quien ha sido herido y ha hecho el esfuerzo de entender su herida, desarrolla una brújula distinta. No se vuelve inmune al dolor, pero sí más sabio ante su presencia. Reconoce los signos, los gestos, las alertas. Aprende a decir “esto ya lo viví” o “este camino lleva al mismo sitio”. Y aunque cueste, elige distinto.

Hay, además, una ética del recuerdo. No solo recordar para uno mismo, sino para quienes no pueden o no saben. Cuando una generación transmite lo que aprendió del dolor —sin dramatismo, sin culpa, pero con honestidad— crea un tejido más fuerte para los que vienen. No se trata de evitar el dolor ajeno, porque cada quien tendrá su historia. Pero sí de ayudar a nombrarlo cuando llegue. De ofrecer un mapa. De advertir dónde están las piedras.

El peligro del olvido es que idealiza. Lo que no se recuerda bien, se deforma. Se justifica. Se blanquea. Así nacen los revisionismos peligrosos, las segundas oportunidades a lo que nunca debió tener una primera. En lo íntimo, esto se ve en quien romantiza relaciones tóxicas. En lo político, en quien niega genocidios, golpes o dictaduras. La ignorancia no es inocente. La desmemoria no es neutra.

Por eso, el recuerdo consciente es un ejercicio de responsabilidad. No basta con guardar fechas o acumular cicatrices. Hay que pensar lo vivido. Reflexionarlo. Ponerlo en palabras. Y luego, transmitirlo con humildad, sabiendo que no se tiene toda la verdad, pero sí una experiencia que puede ser útil.

En última instancia, la memoria del dolor no busca que vivamos en duelo eterno, sino que evitemos reproducirlo innecesariamente. Que cada generación, cada cuerpo, cada conciencia, no tenga que empezar de cero. Que haya un hilo, una advertencia, una voz que diga: “ya estuvimos ahí, no era el camino”.

Porque quien no recuerda su dolor, tarde o temprano, vuelve a caminar hacia él.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido