Uno se pierde no por no saber el camino, sino por no saber a dónde ir
Perderse no siempre tiene que ver con desorientación geográfica. De hecho, la mayoría de las veces uno se pierde con los pies firmes sobre el suelo, en una ciudad conocida, entre las paredes de su propia casa. La pérdida más profunda no se da cuando no sabemos por dónde, sino cuando no tenemos claro para qué. Y en un mundo que premia la velocidad más que la dirección, eso es más común de lo que se admite.
Desde pequeños, nos enseñan a avanzar: en la escuela, en la carrera, en la vida. Hacia adelante. Siempre hacia adelante. Como si avanzar, por sí solo, fuera un valor. Como si la velocidad nos acercara automáticamente al sentido. Pero nadie nos enseña a detenernos a preguntar: ¿a dónde quiero llegar? O, peor aún: ¿qué pasa si ya no quiero llegar a ningún lado?
Ahí empieza la verdadera desorientación: cuando los mapas no sirven, no porque no haya caminos, sino porque ningún destino parece habitable. Cuando uno ha cumplido las metas que se suponía debían dar plenitud, pero encuentra que la plenitud no estaba ahí. Cuando se ha seguido el camino correcto, pero en lugar de alivio, lo que se siente es un cansancio existencial, como si cada paso costara más que el anterior.
Uno no se pierde por torpeza, sino por silencio. Por no escuchar a tiempo las pequeñas señales que el cuerpo y el alma van dejando. Esa inquietud leve que luego se vuelve insatisfacción. Esa rutina que al principio parecía seguridad y después se convierte en jaula. Esa vida que, sin que uno se dé cuenta, se desvía apenas unos grados cada día, hasta que un día se despierta y no se reconoce en ella.
Y lo más complejo: en esa pérdida no hay drama visible. No hay accidentes, ni tragedias, ni quiebres abruptos. Hay cumplimiento. Hay disciplina. Hay incluso éxito, según algunos estándares. Pero por dentro, algo falta. Algo que no tiene forma, pero que se siente como un hueco. Como si se caminara en círculos dentro de un laberinto que uno mismo ha construido.
La modernidad alimenta esta forma de extravío. Nos exige tener un propósito, pero no nos da tiempo para buscarlo. Nos vende imágenes de felicidad prefabricada: la casa, el cuerpo, la pareja, el viaje, la productividad. Y cuando no encajamos del todo en esa postal, pensamos que el problema está en nosotros, no en el modelo. Así, seguimos caminando. Más rápido. Más lejos. Con más esfuerzo. Pero sin dirección.
Porque el extravío contemporáneo es existencial. No es la ausencia de caminos, sino la saturación de ellos. No es no tener opciones, sino no tener certeza. No saber qué queremos o, peor aún, sentir que ya nada nos moviliza realmente. En ese punto, uno no está perdido porque no sepa regresar, sino porque no hay un lugar claro al que desee volver.
Y sin embargo, hay que seguir viviendo. Hay que trabajar, cuidar, responder, asistir, mantener. Entonces uno se vuelve experto en simular orientación. En actuar sentido. En planificar sin deseo. En sostener estructuras vacías. Porque decir que uno está perdido cuando no hay un motivo concreto suena como ingratitud. Como debilidad. Como fallo personal.
Pero no lo es. Es, en todo caso, una señal de lucidez. De honestidad. Porque quien se atreve a reconocer su desorientación está más cerca del sentido que quien se aferra a una dirección solo porque es la conocida. Perderse no es el problema. El problema es negar el extravío. Llamarlo “etapa”. Justificarlo con cifras. Adormecerlo con distracciones.
Reaprender el rumbo no es rápido ni fácil. Implica vaciarse de certezas. Implica, muchas veces, decepcionar expectativas propias y ajenas. Implica detenerse, y en un mundo que idolatra el movimiento, detenerse es casi un acto de rebelión. Pero solo desde la pausa puede emerger la pregunta verdadera: ¿qué deseo realmente? Y no la versión decorada de la respuesta, sino la cruda. La que asusta. La que quizás exija cambiar de mapa por completo.
Encontrar dirección no es lo mismo que regresar al camino anterior. A veces, el único modo de reubicarse es dejar de buscar respuestas en lo externo y empezar a afinar la brújula interna. Esa que no siempre habla claro, pero que nunca miente. Esa que no ofrece garantías, pero sí autenticidad. Esa que apunta más hacia el deseo que hacia la conveniencia.
Porque al final, no se trata de elegir el camino correcto según otros, sino de encontrar uno que tenga sentido para uno mismo. Que alimente. Que no vacíe. Que, aunque difícil, conecte. Porque lo contrario —seguir por inercia— solo prolonga el extravío. Y el precio de vivir así no es menor: se paga con tiempo, con salud, con alegría, con deseo.
Hay que atreverse a perderse del todo para reencontrarse de verdad. Y no desde el romanticismo del viaje iniciático, sino desde la responsabilidad de hacerse cargo de la propia vida. De elegir, incluso sin certezas. De redefinir lo que significa avanzar. De aceptar que a veces el norte no está fijo, y que eso no nos hace débiles, sino humanos.
En un mundo que insiste en que hay que saber siempre a dónde vamos, reconocer que no lo sabemos puede ser el primer acto de verdad en mucho tiempo.
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