Uno sobrevive a todo, menos a dejar de sentir


Se sobrevive a casi todo. A una infancia rota. A un amor que no fue correspondido. A la traición, a la pérdida, al cuerpo que duele y al tiempo que empuja sin preguntar. Se sobrevive al abandono, a las noches donde solo hay silencio y al vacío disfrazado de rutina. Uno sobrevive incluso a sí mismo, a las versiones que ya no quiere ser. Pero hay un límite invisible y brutal, un punto donde el alma no muere, pero se apaga: cuando se deja de sentir.

No sentir no es paz, es anestesia. Es el precio que a veces se paga por no romperse por completo. Es el muro que se levanta para no mirar lo que duele, lo que falta, lo que ya no va a volver. No sentir parece, al principio, una solución. El mundo no lastima igual cuando uno se vuelve piedra. Pero tampoco abraza igual. Y lo que protege también aísla. Lo que defiende también encierra.

La sociedad valora esa forma de sobrevivencia como madurez. Aplaude la templanza, la serenidad inquebrantable, la eficiencia emocional. Nos enseña a seguir adelante, a "no exagerar", a "no tomarse las cosas tan a pecho". Se nos educa para funcionar, no para sentir. Pero en esa lógica, el alma se empobrece. La sensibilidad es vista como debilidad, cuando en realidad es una forma profunda de presencia. Sentir es estar vivo, con todo lo que eso implica: alegría, sí, pero también vulnerabilidad, incertidumbre, pérdida. Quien deja de sentir para evitar el dolor, también deja de tocar la belleza.

Los traumas, las pérdidas, las decepciones acumuladas, enseñan una lección peligrosa: si sentir duele, mejor no sentir. Y entonces uno empieza a blindarse. Deja de ilusionarse con los comienzos. Mira con escepticismo cada gesto de ternura. Se vuelve hábil para anticipar la decepción y lento para abrirse a lo nuevo. Las emociones empiezan a parecer ajenas. Todo se vive en superficie. Las risas no estallan, solo se insinúan. Las lágrimas no caen, solo se aguantan. El amor no se entrega, solo se calcula. Y sin darnos cuenta, nos volvemos extraños en nuestra propia piel.

La mente sigue. El cuerpo avanza. Pero hay algo que se quedó atrás. Y es ahí donde la vida empieza a doler de otra manera: no porque sea demasiado, sino porque ya no se siente suficiente.

No es fácil hablar de eso. Porque no sentir no se nota a simple vista. Quien ha dejado de sentir suele seguir cumpliendo con todo. Trabaja. Responde mensajes. Sonríe en las fotos. A veces hasta parece feliz. Pero algo se quebró por dentro. No hay presencia. Solo repetición. Se vive por inercia, no por deseo.

Este fenómeno, que la psicología reconoce como disociación emocional o embotamiento afectivo, es más común de lo que se cree. Y no siempre se da en quienes han vivido eventos dramáticos. A veces basta una vida sostenida por la resignación. Por hacer siempre lo que se espera. Por cargar con silencios que nadie supo nombrar. Por posponer lo esencial en nombre de lo urgente. Es el precio que se paga por sobrevivir bien, pero vivir poco.

Dejar de sentir no es olvido, es resistencia. Es la última defensa. Es lo que el cuerpo y la mente hacen cuando no encuentran otra salida. Pero hay un costo: la desconexión. De uno mismo, de los otros, del sentido. Se vive como si uno no estuviera del todo adentro.

La buena noticia —si es que hay alguna— es que a veces basta una grieta para que la vida vuelva a entrar. Un libro que toca fibras dormidas. Una canción que despierta un recuerdo. Un abrazo que rompe defensas. La emoción, incluso si es dolorosa, es una señal de regreso. Una prueba de que aún hay algo latiendo. Por eso, llorar a veces no es caída, sino renacimiento.

Volver a sentir no es inmediato. Es un proceso. Implica atreverse a mirar lo que se evitó por años. Implica perdonar partes propias que no supieron sostenerse. Implica confiar de nuevo en que no todo contacto lastima, que no todo amor termina mal, que no toda entrega es pérdida. Requiere paciencia, y sobre todo, mucha compasión.

Quienes han estado al borde de no sentir —o quienes han cruzado ese umbral— saben que el regreso no es heroico. Es frágil. Es lento. Pero cada pequeña emoción recuperada es una victoria íntima. Volver a emocionarse con una puesta de sol, con una voz querida, con una idea luminosa, con un recuerdo que ya no duele tanto... eso también es resistencia. Sentir es, en el fondo, la forma más profunda de existir.

Porque sí: uno sobrevive a todo. Pero si deja de sentir, sobrevive a costa de sí mismo. Y ese precio, tarde o temprano, se cobra en vacío.

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