A veces no estás cansado del mundo, sino de ti mismo en él

No siempre es el mundo lo que pesa. A veces es el propio reflejo. La rutina, los otros, el caos externo… todo eso puede parecer agobiante. Pero hay un tipo de cansancio más silencioso y más difícil de nombrar: el que nace dentro. Ese que no es culpa de nadie ni de nada específico, pero que lo inunda todo. Es como mirar alrededor y no encontrar escape, no porque el entorno sea insoportable, sino porque uno ya no se soporta a sí mismo.

La frase “estoy cansado del mundo” se repite mucho. Pero si uno afina el oído, descubre que debajo de esas palabras hay otra confesión más íntima: “Estoy cansado de mí en este mundo”. Porque hay momentos en que uno se vuelve su propia jaula, su propio peso muerto, su propia sombra.

Y es que vivir implica asumir una identidad, una narrativa, una forma de estar en el mundo. Pero con el tiempo, esa narrativa puede volverse rígida, agotadora. El yo que uno ha construido ya no encaja con lo que uno siente o necesita. Pero ahí sigue, mecánico, funcional, aceptado. Y ese desfase se convierte en cansancio.

No es que la vida se haya vuelto insoportable. Es que uno se ha vuelto extraño para sí mismo. Las decisiones que antes parecían lógicas ahora se sienten ajenas. Las palabras que salen de la boca ya no suenan como propias. Uno actúa, trabaja, responde, pero desde un lugar hueco. El cansancio no es del mundo: es del papel que uno desempeña en él.

Y eso duele, porque nadie te enseñó a dejar de ser quien fuiste. Nadie te preparó para decir: “Esto que construí ya no soy yo”. Cambiar de dirección es difícil, pero más difícil aún es mirar hacia adentro y reconocer que el desgaste no es por exceso de mundo, sino por falta de conexión consigo mismo.

Este cansancio interno no se arregla con descanso físico. Puedes dormir diez horas, apagar el teléfono, viajar lejos… y aún así seguir sintiendo ese peso en el pecho. Porque lo que fatiga no es el entorno, sino el desajuste entre lo que uno es y lo que uno vive.

A veces uno se traiciona tanto, tan sutilmente, que ni lo nota. Se calla lo que quiere decir. Se obliga a encajar donde ya no cabe. Se mantiene en relaciones que ya no lo sostienen. Se adapta, se minimiza, se repite. Hasta que un día, el cuerpo empieza a resistirse. La mente no coopera. Y uno se siente ausente incluso en su propia vida.

Ese es el verdadero cansancio. No el físico, sino el existencial. No el que se cura con vacaciones, sino el que pide una revisión profunda de lo que uno hace, de cómo lo hace y, sobre todo, de quién se ha convertido mientras lo hacía.

Pero decir “estoy cansado de mí” implica un grado de honestidad brutal. Porque el mundo nos permite quejarnos del sistema, del clima, del tráfico, de los demás. Pero hablar de uno mismo como fuente del propio agotamiento es otra cosa. Es asumir responsabilidad. Es admitir que algo se ha roto adentro y que seguir funcionando sin reparar no es sostenible.

Este tipo de cansancio suele venir acompañado de culpa. Porque uno debería estar agradecido. Porque hay gente en peores condiciones. Porque desde fuera, todo parece estar bien. Pero la insatisfacción interna no siempre tiene causas lógicas. No se trata de comparar dolores. Se trata de escuchar la voz interna que dice: “No puedo seguir siendo esto que ya no soy.”

A veces lo más valiente no es seguir adelante, sino detenerse. Preguntarse en serio: ¿De qué estoy cansado? ¿De mi trabajo o de lo que me convierto para sostenerlo? ¿De mi entorno o de la versión de mí que lo habita? La fatiga se vuelve insoportable cuando uno sigue ignorando las respuestas.

Este malestar no es raro. Es, en muchos casos, una señal de transformación. Como si el yo actual se resquebrajara para dejar nacer algo distinto. Pero esa transición es confusa, incómoda. No hay garantías, ni mapas. Por eso duele. Por eso cansa.

No hay receta simple para esto. A veces basta con pequeños cambios: decir lo que nunca se dijo, soltar un rol agotador, darse permiso para desear algo distinto. Otras veces, se necesita reconstruirse desde cero. Pero el primer paso siempre es el mismo: reconocer que el mundo no es el único culpable del cansancio. Que uno mismo, en su forma de estar, de cargar, de resistir, también contribuye.

No se trata de juzgarse, sino de escucharse con honestidad. De dejar de exigirle al cuerpo y a la mente que sostengan lo insostenible. De admitir que uno también se cansa de su versión domesticada, complaciente, rota en silencio.

Y desde ahí, desde ese reconocimiento que no busca excusas, puede empezar algo distinto. Tal vez no alivio inmediato, pero sí espacio. Espacio para preguntarse qué quiere uno ser ahora, qué necesita dejar de ser, qué peso ya no quiere cargar.

Porque al final, no siempre es el mundo lo que fatiga. A veces es la necesidad urgente de renacer desde dentro. De encontrarse otra vez. De no seguir siendo el personaje que un día funcionó, pero que ahora asfixia.

Y eso también es parte de vivir: cambiar. Permitirse mutar. Aceptar que el verdadero descanso no está en huir del mundo, sino en reconciliarse con uno mismo dentro de él.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El alma no crece con los años, crece con los golpes

La ternura es una forma de resistencia

El eco de lo que no se ha ido