A veces no se trata de soltar, sino de dejar de aferrarse con miedo
La idea de “soltar” se ha convertido en uno de los mantras emocionales más populares de nuestra época. Se repite como fórmula sanadora, como gesto liberador, como si fuera siempre un paso claro, visible y lógico hacia adelante. Sin embargo, no se suele decir que el problema muchas veces no está en lo que sostenemos, sino en cómo lo sostenemos. Que lo que paraliza no es el objeto o la persona, sino el miedo desde el cual nos aferramos. A veces no se trata de soltar, sino de dejar de agarrar desde el temor, desde la ansiedad de perder, desde la ilusión de control.
El miedo convierte lo conocido en zona segura, incluso cuando lo conocido nos hace daño. Lo familiar puede ser disfuncional, pero sigue pareciendo más seguro que lo incierto. Por eso cuesta tanto soltar: no porque no queramos hacerlo, sino porque lo que lo sostiene en el fondo no es el amor, ni la esperanza, ni la necesidad real, sino el miedo. Miedo a quedarse solo, a no encontrar algo mejor, a volver a empezar, a fracasar, a no merecer.
Aferrarse con miedo es sutil. No siempre se nota en los grandes gestos. A veces es seguir escribiéndole a alguien que ya no responde, mantener una rutina que ya no nutre, postergar una decisión necesaria, o incluso negarse a pensar en otra posibilidad. Es sostener lo que ya se cayó, mantener vínculos que hace tiempo son ceniza, aferrarse a la identidad que ya no se habita, simplemente porque dejar ir da vértigo.
Ese vértigo no es irracional. Es profundamente humano. Porque soltar implica cambio, y todo cambio conlleva pérdida, incluso si es para mejor. Por eso, muchas personas no necesitan que les digan que su situación no les hace bien —ya lo saben—; lo que necesitan es aprender a vivir sin el miedo que las ata a esa situación. Ahí está el verdadero conflicto: en el nudo emocional, no en la cuerda.
Las terapias no fracasan por falta de lógica, sino por falta de seguridad afectiva para dar el salto. Porque nadie suelta de verdad mientras su sistema emocional esté convencido de que sin eso que sostiene se viene el abismo. Por eso no basta con “soltar” como quien deja caer un objeto: hay que revisar desde dónde se sostiene. Y si la base es el miedo, no será un acto de libertad, sino una caída forzada o una repetición camuflada.
Aferrarse con miedo también genera culpa. Uno se reprocha no poder avanzar, no poder dejar atrás, no poder liberarse. Pero el miedo es más fuerte cuando no se reconoce. Se infiltra, se justifica, se disfraza de prudencia o de amor. “No quiero dejarlo porque aún siento algo”, “No me voy del trabajo porque tengo responsabilidades”, “No hablo porque no quiero dañar a nadie”. A veces esas frases son ciertas, pero muchas veces son excusas para no enfrentarse al vacío que aparece cuando uno se pregunta qué quiere, sin miedo.
Entonces, ¿cómo se deja de aferrarse con miedo? No con violencia, no con impulsos desesperados, no con autoexigencia. Se hace con conciencia, con lentitud, con una mirada honesta hacia lo que uno teme perder. Implica acompañarse, reconstruirse, permitir que el miedo esté sin que tome decisiones. Implica dejar de sostener desde el pánico a la soledad o al error, y comenzar a elegir desde la calma, desde el respeto por uno mismo, desde el deseo de algo más auténtico.
Soltar algo que fue importante no es traicionarlo. Es reconocer que su ciclo terminó. Y aferrarse con miedo no lo alarga: lo deforma. Hace que lo que fue valioso termine cargado de resentimiento o desgaste. Dejar de sostener desde el miedo es una forma de honrar, de cerrar con dignidad, de liberarse sin destruir.
Muchas veces se confunde soltar con perder. Pero a veces soltar es ganar: espacio, libertad, claridad. Lo que se gana no siempre es inmediato, pero es real. Y para llegar a eso, hay que permitirse el duelo de lo que se deja atrás. Porque dejar de aferrarse con miedo no significa dejar de sentir. Significa no dejar que ese sentir nos encadene.
Hay decisiones que no se pueden tomar mientras el miedo tenga el timón. Porque el miedo siempre elige la permanencia, incluso cuando el precio es el estancamiento. Y uno puede sobrevivir mucho tiempo en lo inmóvil, pero rara vez puede crecer ahí. Por eso hay momentos en que no basta con preguntarse “¿esto me hace bien?”, sino “¿por qué me aferro a esto, a pesar de que me hace mal?”. Ahí es donde aparece la verdadera pregunta transformadora.
No siempre estamos listos para soltar, y está bien. Pero sí podemos estar dispuestos a mirar con honestidad desde dónde sostenemos. El solo hecho de reconocer el miedo ya cambia algo. Ponerle nombre, hablarlo, escribirlo. Dejar que se exprese sin dominar. Entonces, de a poco, el miedo empieza a perder fuerza. Y cuando ya no es el que sostiene, soltar se vuelve una posibilidad real, no una presión externa.
No se trata de forzar el cambio, sino de prepararlo. No de eliminar el miedo, sino de dejar de tomar decisiones desde él. Soltar con miedo no es soltar: es sacrificar. Soltar con conciencia es elegir. Y hay una diferencia abismal entre ambas cosas.
Al final, dejar de aferrarse con miedo es un proceso íntimo, gradual, profundamente humano. Es un acto de valentía silenciosa que no siempre se nota desde afuera, pero que transforma por dentro. Es elegir no lo que da más seguridad, sino lo que permite crecer. Es confiar, aunque aún duela.
Porque el miedo no se va del todo. Pero deja de gobernar.
Y en ese momento, lo que se suelta deja de ser una pérdida y se convierte en una forma de liberación.
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